Un día antes de nuestro séptimo aniversario de boda, y seis semanas después de que naciera nuestro primer hijo, mi marido me dijo que tenía una aventura. (El tiempo verbal importa: tenía, no había tenido).
Mientras su confesión resonaba en mis oídos, yo mecía a nuestra hija, dormida tras su décima (¿undécima?) sesión de lactancia del día. Me dolían los pezones, me temblaba el cuerpo y se me partía el corazón.
Las lágrimas cayeron sobre su mameluco de H&M, la primera prenda que compré cuando me enteré de que estaba embarazada tras la transferencia de embriones congelados. Sostuve a mi bebé con firmeza a pesar de mi dolor, adoptando el modo de protección instintivo de una madre.
“Ella no puede saber que estoy llorando”, pensé mientras miraba atónita a mi marido. Tenía las mejillas húmedas, pero no se me escapaba ningún sonido. No había ira. Todavía no. Solo preguntas: ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas veces?
En varios sentidos, mi historia no es nada nueva. Mi marido —un administrador de escuela fastidiosamente simpático que usa ropa de J. Crew— tuvo una aventura con una colega. Yo estaba embarazada, cansada y concentrada en la preparación para recibir a nuestro bebé. Ella estaba concentrada en él: coqueteando por Slack, en su despacho y durante las pausas para comer.
Más tarde descubrí que otros colegas suyos sospechaban de la aventura. Cuando la conocí, yo también tuve un mal presentimiento. Incluso nuestro consejero matrimonial, al que empezamos a ver después de su confesión, pensó que era extraño que la otra mujer hubiera invitado a mi marido a su casa para arreglar los gabinetes de su cocina poco después de ser contratada. No era el típico favor de oficina, pero fue su primer paso en una serie de acciones para crear la intimidad que provocó la oportunidad para la infidelidad.