Grité a los niños para que se subieran al auto. Allie, de 6 años, se tomaba su tiempo, arrastrando su mochila. Jordan, de 4, lloriqueaba para que lo llevara en brazos. Tuve que tirar de Jax, de 9 años, que se había detenido para escribir “bolaz” con el dedo índice en el coche cubierto de rocío.
Mis nietos son mi mundo. Pero a mis 62 años, me cuesta creer que los estoy criando sola.
El más pequeño, Jordan, aún tiene esa palidez de bebé prematuro. Tiene ojos grandes y una sonrisa pícara; le gusta hacer mimos y también escupe mucho. De los tres nietos, es el que más habla de su desaparecida mamá. Tal vez de ahí vengan los escupitajos; dentro de ese cuerpecito se encuentra contenida la rabia de una bestia de dos jorobas.
La noche que se dio cuenta de que mi hija no iba a venir a arroparlo, comenzó a llorar y no paró. Le abracé y le besé, mientras los demás se dormían ahogados en su tristeza. Pero Jordan no. Estaba furioso y agraviado. Había nacido de nalgas y nunca había querido separarse de su madre. Su amor por ella era umbilical.
Intenté convencerlo con promesas, sobornarlo con caramelos, ladrarle órdenes. Acabamos los dos sollozando.
Solo pretendía cuidarlos hasta que mi hija y su marido pudieran recuperarse, pero cuando se sumieron en la inestabilidad, los niños se vinieron a vivir conmigo.
Aquella primera noche, me levanté de la cama donde los dos mayores se acurrucaban como cachorros y tomé en brazos al pequeño que lloraba. Afuera, en la noche húmeda, senté a Jordan en la silla del auto, le puse el cinturón, y conduje hacia la oscuridad. A veces dejaba de llorar, pero cuando pensaba que por fin se había dormido, volvía a hacerlo. Pasaron 20 minutos antes de que me diera cuenta de que luchaba contra el sueño porque creía que lo llevaba con su madre.
Una mañana, después de meter a los niños en el auto para ir al colegio y a la guardería, intenté abrir la puerta y me di cuenta de que me habían dejado fuera. Había arrancado mi vetusto Honda en el camino de entrada, pues quería sacarlos de sus cálidas camas y llevarlos a sus cálidos asientos, y ellos me retribuyeron atrincherándose mientras yo me quedaba afuera con mi taza de viaje.
No quise estallar en cólera allí, donde los vecinos pudieran oírme. Mientras ellos se reían, yo intentaba no llorar. Al final me dejaron entrar y mi humeante tristeza llenó el auto.
Me molesta ser una anciana que cría a tres niños pequeños. Me molesta tener que levantarme a las 6 a. m. con frío, incapaz de darme la vuelta y dormir una hora más, incluso los fines de semana. Me molesta cuando mis nietos son maleducados y desagradecidos.
“ZsaZsa, lo sentimos”, dijo Jax. (Les he prohibido que me llamen “abuela”).
Allie empezó a lloriquear de arrepentimiento.
Jordan se asomó, hipervigilante, desde su asiento del auto: “ZsaZsa, ¿estás contenta con nosotros?”.
Al llegar a la guardería, saqué a Jordan del auto. Fingiendo estar contenta, lo animé para el día que tenía por delante. Le gusta su clase, pero su única amiga es la señorita Amy. Lo entregué a tiempo para el círculo de la mañana, le dije que iba a tener un buen día y me escabullí.
Cuando volví a mi auto, no pude evitar echar un vistazo al enorme todoterreno negro estacionado a mi lado, donde había una mujer sentada inclinada al volante con un bebé recién nacido en brazos. Ella misma parecía un bebé, con el cabello recogido severamente hacia atrás para mostrar sus rasgos frescos y su piel acaramelada. Llevaba un uniforme militar.
La imagen del sacrificio. Esta madre pasaba los últimos y tiernos momentos de la mañana abrazada a su precioso hijo, una madona camuflada en oración. ¿Estaría a punto de ser enviada en una misión?
Me quedé hipnotizada por esta joven madre sentada en el estacionamiento, incapaz de dejar a su hijo en brazos de otra persona.
Empecé a buscarla cada vez que dejaba a Jordan, preguntándome si sabría algo. Quizá su hijo había nacido con una cuenta regresiva: la madre soldado que sabía de cuánto tiempo disponía, y por eso se sentaba tan intensamente cada mañana, sosteniendo, acunando, rezando, tarareando.
Siempre ocupaba el lugar más cercano a la puerta, estacionando su enorme auto donde los demás debían rodearlo. Todos los demás saludaban, gritaban, llevaban a los niños a la guardería. Incluso a los niños llorones y sollozantes los metían dentro.
Otra mañana, tenía una llamada de Zoom a las 9 a. m. y no estaba lista. Había dejado a los otros dos niños, pero cuando llegué a la guardería, había una fila de autos. ¿Toda la ciudad se había quedado dormida acaso?
Cuando por fin llegó mi turno, me estacioné junto al todoterreno gigante. Sí, allí estaba ella, la madre soldado, mimando a su tesoro. ¿No se daba cuenta de que teníamos prisa? Si iba a orar todas las mañanas, ¿por qué no se estacionaba a un lado para dejarnos sitio a los que teníamos que ir a otro lugar después?
“Vamos, Jordan”, le dije, levantándolo porque no tenía tiempo para que se entretuviera. Puse los ojos en blanco al ver a la madre soldado.
Pero, por supuesto, no me vio. Solo tenía ojos para su bebé.
Después del cambio de horario de verano, los niños comenzaron a tener problemas para levantarse. Justo cuando pensaba que había descifrado el código de la mañana, el juego había cambiado. Dejaba que Jax no se lavara los dientes y que Allie usara la parte de arriba de su pijama para ir al colegio. Jordan iba con la cara de sorpresa de un payaso disparado por un cañón. Yo a duras penas funcionaba.
Se me crisparon los nervios cuando volví a divisar el monstruoso todoterreno, ese que parecía decir “Lo que lleva este auto es más especial que lo tuyo”. La sangre me corría como lava, pero intenté ignorarla. Solo para demostrar que yo también soy una buena madre, dejé que Jordan llevara un cubrebocas rosa al colegio porque el rosa es su color favorito. Rezaba para que los demás niños no hubieran aprendido aún a ser crueles. Lo besé y le di palmaditas en el trasero mientras él tomaba la mano de la señorita Amy.
Pero no pude evitar que se me revolviera el estómago. Al salir, me detuve en las oficinas administrativas. Tenía que denunciar a la mujer que cada mañana estacionaba su enorme auto justo en la puerta durante Dios sabe cuánto tiempo, bloqueando el acceso al resto de los que necesitábamos entrar y salir. ¿No deberían al menos apartarla y decirle que fuera más considerada con los demás?
Pero no había nadie en la oficina. Cuando llegué a mi auto, la madre soldado seguía allí sentada, con el auto en marcha y el bebé en brazos.
El resto de la semana me quedé en la guardería después de dejar a Jordan, leyendo el tablón de anuncios y haciendo preguntas al personal. Tardé un rato en darme cuenta de que intentaba encontrarme con ella. Necesitaba oír el tenor de su voz, evaluarla.
Pero ella había sido entrenada para detectar a un enemigo al acecho. Me fui sin encontrarme con ella.
Hace poco, cuando fui a dejar a los niños, llovía a cántaros y me maldije. El pronóstico anunciaba chaparrones intermitentes, pero tenía tanta prisa que olvidé el impermeable de Jordan.
“¡Esto es una locura!”, dije, un poco preocupada por la falta de visibilidad, la pérdida de tracción, las líneas blancas borrosas, los camiones que se nos echaban encima. Por favor, Dios, recé, no me dejes tener un accidente con mi dulce nieto en el auto.
“Me encanta la lluvia”, dijo Jordan, mirando las gotas que golpeaban la ventanilla, “porque me gustan los arco iris”.
Cuando llegamos a la guardería, me estacioné justo delante de la puerta. Estaba nerviosa, la lluvia seguía arreciando. No podía moverme. El chaparrón había desatado mis miedos: ¿Qué pasará si me hago demasiado vieja para cuidar de todos? ¿Y si vuelvo a abandonarlos al morir?
Jordan miró a su alrededor, sin saber qué estaba pasando. “¿Puedo quitarme el cinturón?”, preguntó.
Respiré hondo. “Sí, pero aún no vamos a salir”.
Se sentó en el asiento delantero y yo lo acuné en nuestra pequeña trinchera. Los autos detrás de mí hacían fila mientras los padres esperaban un sitio para bajar a sus hijos. Pero yo no podía moverme.
Le quiero tanto que es como si se me hubiera metido en los huesos. ¿Dónde estarían mis pequeños si no hubiera podido cuidarlos?
Afuera, la lluvia no cesaba.
“¿Cuándo puedo ir con la señorita Amy?”, preguntó Jordan. Pero su cuerpo se acurrucaba más mientras aguantábamos el embate de la lluvia.
“Vamos a sentarnos aquí un minuto”, dije, acurrucándome. “Quizá si esperamos lo suficiente, todo se calmará”.