Contenía ira en el cuerpo, despotricaba, atascada en un lugar de rabia silenciosa y fría, pero no quería endurecerme ni insensibilizarme. Me parecía injusto tener que volverme tan insensible. Lo que más deseaba era moverme libre y feliz por el mundo sin sentir que corría peligro.
Y de manera egoísta, no quería dedicar el valioso tiempo y los recursos de mi vida a odiar a otras personas o a pedirles cuentas por sus actos. De cara al futuro, si se transgredían los límites, prefería dejar que pensaran que se habían aprovechado de mí, aunque no fuera a sí realmente, como castigo por su extralimitación.
La disociación se convirtió en una protección esencial contra la cosificación, un modo de no permitir que mis experiencias pasadas se convirtieran en una carga para así sentirme más ligera. Quedarme despreocupada o insensible era un acto de desafío patriarcal, incluso si eso significaba que en el camino haya perdido a algunos hombres que realmente me quisieron.
Con el tiempo, me volví muy fluida con mis límites sexuales y románticos, y me costó mucho seguir siendo monógama. Rechacé muchas propuestas, pero acepté pasivamente muchas otras. Tanto si coqueteaban conmigo, me vejaban, me tocaban, me degradaban, me acosaban o, sí, incluso me drogaban y me pegaban, intentaba reírme de ello o aceptarlo, decidida a no dejar que nadie, ningún hombre o persona con criterio, mermara mi alegría o mi libertad. Cuanto más podía disociar y separarme, más sentía que tenía el control para impulsarme hacia delante, vacilando entre la parálisis y la huida.
Varios hombres me han dicho que me comportaba “como hombre” en mis citas y hábitos románticos, porque, según ellos, era capaz de tener relaciones sexuales o citas y seguir adelante sin ningún sentimiento de apego, yendo de hombre en hombre. La verdad es que siempre me he sentido bastante vulnerable, pero no sabía cómo sobrevivir a una vida aventurera, curiosa o abierta que implicara relaciones con hombres sin cierto nivel de disociación.
Incluso si emulaba lo que muchos considerarían un patrón de citas o de sexo más propio de un hombre, sabía que eso no era lo mismo que ser hombre. Nos educan de manera muy diferente y no compartimos la misma vulnerabilidad. A los hombres no les enseñan a sentir vergüenza del mismo modo que a las mujeres. No suelen llamarles prostitutos. En general, no tienen que preocuparse de que les den nalgadas en la calle mientras llevan abrigos de invierno. No tienen tanto miedo de que los maten en una cita cualquiera.
Tras experimentar esa vergüenza y ese miedo, aprendí en ciertos momentos a separarme de mí misma, a decirme que eso le estaba ocurriendo a alguien que no era yo.