Mi madre me dijo: “¿Por qué no comes?”, y su acento de Yonkers resonó en el silencioso restaurante chino. Una peluquera italoamericana de 77 años que creía que casi todos los problemas podían resolverse con un montón de espaguetis y albóndigas, vio mi falta de apetito como una señal de alerta.
“Estoy bien”, le dije. “Mi pollo con ajonjolí solo tiene un extraño sabor a pimienta”.
Mi madre llamó a nuestro camarero. “Mi hijo no puede tomar especias por su leucemia”, dijo.
Aunque había sobrevivido al cáncer cuando era joven, ahora corría el riesgo de morir de vergüenza. A los 40 años, me había acostumbrado a la sobreprotección de mi madre. Desde muy joven comprendí que, como el menor de sus cuatro hijos, y el único que había padecido una enfermedad que ponía en peligro su vida, ella y yo estaríamos siempre unidos por el amor y el miedo.
Acepté el modo en que mi madre me untaba de crema solar en la playa, incluso hasta bien entrada la adolescencia. Y no me opuse cuando insistió en acompañarme en mis excursiones de la escuela primaria o en acompañarme a mi primer día de clases en la universidad.
Sin embargo, siempre odié la forma en que constantemente le contaba de mi enfermedad a los demás, especialmente ahora, cuando daba la impresión de que seguía enfermo.
“Mamá, llevo 30 años en remisión”, le dije. “¿Por qué no podemos pasar a otra cosa?”.
“Lo siento”, respondió ella. “No me di cuenta de que te estaba haciendo sentir tan incómodo”.
“Te he dicho cientos de veces que ya no quiero hablar más de eso”, insistí.
“Deberías estar orgulloso de ser sobreviviente. ¿Por qué te comportas como si fuera algo de lo que hay que avergonzarse?”.
Quizá tenía razón, pero nunca me había sentido cómodo al hablar de lo que había pasado. En muchos sentidos, luchar contra la enfermedad era más fácil que enfrentarse a sus efectos secundarios a largo plazo: las pesadillas con agujas afiladas clavadas en la columna vertebral; el dolor de las burlas en la escuela después de que se me cayera el cabello; la preocupación de que una visita al médico traiga la noticia de que ya no estoy en remisión.
Aunque las payasadas de mi madre me sonrojaban, me daba envidia la forma en que parecía lidiar con mi enfermedad mejor que yo.
La primera vez que me ingresaron en el hospital a los 5 años, mi madre se metió entre los médicos y las enfermeras, y se habría puesto una bata de laboratorio y me habría sacado sangre si se lo hubieran permitido. Durante los días siguientes, se inclinaba sobre los estudiantes de medicina, enseñándoles qué venas debían utilizar. “Las de la mano derecha no; se mueven”, decía.
Me traía a escondidas pizza y sandwiches de mortadela cuando me negaba a probar la comida del hospital. Por la noche, se retorcía como un pretzel humano para dormir en una silla de plástico medio rota al lado de mi cama.
Mientras me quejaba por las sábanas rígidas o el aroma abrumador del alcohol isopropílico, ella me instaba a pensar en el hospital como una especie de campamento de verano. No lo lograba, pues las máquinas que emitían pitidos y las transfusiones de sangre estaban muy lejos del tiro con arco y la natación, pero ella siempre hizo todo lo posible para mantener el buen humor.
Cuando pasé mi séptimo cumpleaños en la sala de oncología, llenó mi habitación con globos y pastelitos. Después de que me quejé de no poder ir a Disney World como mis amigos, tomó un globo terráqueo polvoriento de la estación de enfermería y lo hizo girar junto a mi cama, prometiéndome que algún día me llevaría adonde quisiera ir. Mientras las enfermeras me llevaban a los tratamientos, ella continuó con el tema del viaje y fingió que estábamos subiendo a un avión.
“Tengan cuidado con mi equipaje”, les dijo a las enfermeras. “Es insustituible”.
En retrospectiva, me di cuenta de que no fue fácil para ella, especialmente porque mi padre trabajaba largas jornadas en trabajos de construcción para pagar mis facturas médicas. Ella renunció a sus actividades favoritas, como la liga de bolos de los jueves por la noche, y tenía poco tiempo para sí misma mientras hacía malabares con mis necesidades, con las primeras citas de mis hermanas mayores y las graduaciones de la escuela secundaria.
Sin embargo, sonreía a pesar de todo. Durante cinco años, afrontamos juntos mi enfermedad como un escuadrón de combate al cáncer conformado por dos personas.
Sin embargo, ahora me sentía distante de ella. Parecía que esta comida, y nuestra relación, se estaba hundiendo rápidamente y no tenía ni idea de cómo arreglarlo. Nuestro mesero volvió con una sopa de huevo, y la tensión se alivió.
“Para que te sientas mejor”, dijo.
Era guapo y agradecí el gesto, así que le dediqué una sonrisa coqueta y me aseguré de no sorber la sopa. Mi madre se dio la vuelta. Negó sentirse incómoda, pero yo sabía que la había incomodado tanto como ella a mí.
Mi madre, católica conservadora, era partidaria del “no preguntes, no digas” respecto a mi sexualidad. En los veinte años que habían pasado desde que salí del armario, solo había sacado el tema de mi sexualidad un puñado de veces, normalmente para informarme que mi profesora de la guardería de hacía décadas era lesbiana o para pedirme que le explicara algo que no entendía en Will y Grace.
Me hubiera gustado que fuéramos más abiertos, pero cuando se refería a los chicos con los que yo salía como “amigos especiales”, supe que no estaba preparada.
“¿Qué tal si hacemos un trato?”, le dije. “Tú dejas de hablar de mi leucemia y yo no coquetearé con chicos delante de ti. De hecho, ni siquiera mencionaré mi vida amorosa”.
“Solo come tu sopa”, respondió ella.
“Te apuesto 100 dólares a que serás la primera en romper el trato”, la reté.
Como mujer que disfrutaba de los viajes en autobús a Atlantic City para jugar con los tragamonedas de 25 centavos, no pudo resistirse a aceptar la apuesta. Nuestra primera prueba llegó dos semanas después, en la fiesta del cumpleaños 75 de mi tío.
“Tengo cáncer de próstata”, anunció, mirándome fijamente. “Mark, cuéntame tu experiencia. Estaré bien, ¿verdad?”.
Esperaba que mi madre respondiera por mí, pero en su lugar dijo: “A Mark no le gusta hablar de eso”.
Su reacción me sorprendió, pero estaba convencido de que yo ganaría la apuesta. Volvimos al restaurante chino y, cuando mi comida volvió a estar demasiado picante, esperaba que ella cediera. Se sentó tranquilamente, y me superó una vez más.
Sin embargo, tres meses más tarde, un viaje rutinario a Costco dio lugar a una confesión inesperada. Primero: una aclaración. Me gustaría poder decir que soy un hombre de mediana edad al que le gusta ayudar a su madre mayor con las compras de los domingos por la bondad de su corazón, pero en realidad soy un hombre de mediana edad que no puede decir que no cuando su madre ofrece comprarle a granel rollos de papel higiénico, toallas de papel y medicamentos para la alergia.
En la sección de congelados, mientras ella echaba un kilo de gofres en nuestro carrito, vimos a dos hombres, de más o menos mi edad, darse un beso a escondidas. Me alivió que ella no se quedara boquiabierta ni dijera nada ofensivo, pero yo no podía dejar de mirar. Y no podía dejar de pensar en el hombre al que me gustaría besar en esos fríos pasillos, el que había estado ocultando de mi madre.
“Mamá, hay alguien que quiero que conozcas”, dije nervioso. “Se llama Michael, vive en Harlem, es profesor de Salud Pública y tiene el caniche más bonito. Me gusta mucho, y sé que a ti también te gustará”.
“Me debes 100 dólares”, sentenció. Me decepcionó que no reaccionara con más cariño. Pero después de tomar mi dinero, dijo: “Nunca te había visto sonreír así. Ya es hora de que conozca a uno de tus amigos especiales”.
“Novio, mamá”, dije. “Quizá algún día lo llame mi marido”.
“No nos adelantemos”, reviró ella.
Mientras caminábamos hacia la fila de la caja, se topó con una mujer que conocía de la secundaria, que no perdió tiempo en presumir del sueldo de seis cifras de su hijo y de sus dos nietos perfectos.
“Este es mi hijo, Mark”, dijo mi madre. “Es sobreviviente de cáncer”.
En ese momento, me di cuenta de que ella nunca intentó humillarme. Estaba orgullosa de mí. Ahora tenía que sacar la casta por ella, como ella lo había hecho por mí. “Sí, fue realmente horrible”, dije, siguiéndole el juego. “Grandes agujas, y mucha sangre”.
Era extraño burlarme de mis experiencias, y aún más extraño ver a mi madre emocionarse cuando lo hacía. Sin embargo, para ambos, el frágil niño confinado en una cama de hospital se había liberado por fin.
La abracé con fuerza, y sentí que las cicatrices de mi enfermedad empezaban a desaparecer mientras me preparaba para soltarme y abrirme. Quería abrazar nuestro futuro juntos y estar tan unidos como el escuadrón de combate al cáncer que alguna vez fuimos.
“Toma”, dijo ella, devolviéndome el dinero con una lágrima en los ojos. “Estamos a mano”.
Mark Jason Williams es un escritor que vive en Nueva York y está escribiendo una colección de ensayos.