El mensaje que había temido durante años apareció en mi celular: “Busco a la hermana de mi paciente, Jay Friedman”.
Durante la llamada telefónica que le siguió, el médico me dio una noticia nefasta. Mi hermano de 65 años, Jay, tenía cáncer de páncreas avanzado. Él y yo crecimos juntos en Divine Corners, Nueva York, un caserío de los Catskills, criados por padres laicos sobrevivientes del Holocausto que terminaron dedicándose a la cría de pollos. Sus historias, unidas al aislamiento y la pobreza de la granja, hicieron que mi padre fuera cruel, especialmente con su único hijo.
Soy la única de la familia con quien Jay mantuvo el contacto las últimas tres décadas. Durante ese tiempo, nos comunicamos exclusivamente por correo electrónico y las tarjetas que yo enviaba a un buzón de la oficina de correos. A pesar de haber trabajado un cuarto de siglo en informática para el sistema escolar local, mi hermano no tenía celular. Su médico encontró mi número en Google.
Jay estaba en un lujoso hospital de Seattle, ahí lo llamé al teléfono fijo junto a su cama. Sonaba débil, lastimero.
“Jay, iré a visitarte”, le dije. “Déjame estar contigo”.
“No lo sé”, replicó. “Mi casa es un desastre”.
“Puedo quedarme en un hotel”.
“Yo te aviso”.
Me entró el pánico. Sabía que el pronóstico era funesto, pero la vida solitaria de mi hermano proyectaba una sombra aún más oscura.
El hospital dio de alta a Jay con una bolsa colgada del pecho para drenar la bilis de su hígado bloqueado por el tumor. Días después, el médico llamó de nuevo. Jay quería mi ayuda.
Tomé un vuelo a Seattle, renté un auto y conduje alrededor de Puget Sound hasta un pueblo del condado de Kitsap. Antes de entrar en la casa de Jay, hice una oración para pedir fuerzas. Siguiendo el sonido de su voz débil por el laberinto de papeles, cajas y piezas de computadora, encontré a mi hermano tumbado en el sofá. La enfermedad lo había consumido y le había dejado el cuerpo carcomido, esquelético. Solo la voz de Jay me resultaba familiar, un barítono grave.
“Gracias por venir”, dijo. “Perdón por haber sido brusco por teléfono”.
La manta que envolvía a mi hermano estaba llena de agujeros. Una costra marrón cubría el suelo y la barra de su cocina. Jay bebía té con limón en el único vaso que tenía. Al no tener una tetera, hervía el agua en una vieja olla.
Preparé té y horneé un trozo de pollo. Tras unos cuantos sorbos de líquido y bocados de comida infantiles, Jay se sintió lleno. Subió lentamente las escaleras hasta la cama individual de su habitación. No había cambiado sus sábanas en meses. Lo único que encontré en el armario fue una funda nórdica de algodón que reconocí de la granja donde nos criamos. El olor sutil de detergente y los trazos definidos de la plancha de nuestra madre me indicaron que Jay nunca la había usado.
Retirarme a un hotel Best Western a tres kilómetros de distancia me brindó un alivio culposo. No era un palacio, pero estaba limpio y ordenado.
Por la mañana, el médico me explicó las opciones médicas de mi hermano. La cirugía quedaba descartada. Jay podía recurrir a la radioterapia o a la quimioterapia, pero ninguna de estas iba a aportar mucho en términos de cantidad o calidad de vida.
Jay tomó su decisión en cuestión de segundos: no quería ninguna intervención médica agresiva. La atención se centró en los cuidados paliativos en casa.
No tenía mucho tiempo, semanas. ¿Cómo iba a iniciar una conversación con él sobre su muerte? Sabía que él se enorgullecía de la gestión de su dinero y que había ahorrado mucho (aunque entonces yo no tenía ni idea de la sorprendente cantidad), así que empecé por ahí.
“Jay, ¿has pensado en lo que quieres hacer con tu dinero?”.
“Sí, lo he pensado mucho. Quiero dárselo a Planned Parenthood”.
“¿Todo?”
“Sí”.
Su respuesta tranquila me sorprendió y me complació. A lo largo de nuestras décadas de escaso contacto, Jay seguía siendo impreciso cuando se trataba de sus opiniones personales.
“¡Jay, es increíble! ¿Cómo has llegado a esta decisión?”.
“Hay demasiada gente en el mundo, y creo que las personas deben tener autonomía sobre sus propios cuerpos”.
Me quedé en silencio pensando en la autonomía de mi hermano, el niño pequeño abrumado por nuestro furioso padre, el adolescente torpe que quería alistarse en la Marina para huir pero le faltaba valor. Mi mente práctica entró en acción. “Jay, ¿conoces a un abogado?”.
Una vez más, me sorprendió. “Sí. Uno de los maestros que conozco estudió Derecho por las noches. Es un buen tipo”.
Jay no tenía información de contacto del abogado, pero lo encontré a través de la escuela. Respondió mi mensaje en cuestión de minutos y se puso a trabajar en la preparación de los documentos necesarios.
Al día siguiente, Jay ya no podía subir ni bajar las escaleras, y pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. Pusimos el colchón en el suelo por si se caía durante la noche. Supliqué a los servicios de cuidados paliativos para que atendieran rápidamente a Jay, y pronto llegó una enfermera y me enseñó a dosificar el medicamento: morfina para el dolor, haloperidol para las náuseas y lorazepam para la ansiedad. Cada uno de ellos estaba en un frasco con cuentagotas para que el alivio líquido pudiera aplicarse en el interior de la mejilla del paciente.
Jay se deterioró rápidamente y ya no fui a hospedarme al Best Western. La primera noche en casa de Jay, dormí abajo en el sofá. La noche siguiente, me preocupaba no oír sus gemidos, así que me trasladé al suelo, junto a su colchón. La vulnerabilidad de mi hermano menor me atravesó; era el niño inocente de la granja que confiaba en mí. Lloré, en silencio.
Cuando ya no comía ni bebía, reutilicé un cuentagotas de medicina para gotear jugo de naranja y soda sobre sus labios resecos.
El abogado se reunió en privado con Jay y más tarde me comunicó su firme deseo de ser incinerado.
Un nudo se apoderó de mi corazón. La ley judía, que yo sigo, prohíbe la cremación. “¿Puedo al menos recibir las cenizas de Jay para poder enterrarlas según nuestra fe?”.
“Sí. Creo que eso está bien”.
“No hemos hablado de esto, pero me pregunto si formas parte de una tradición religiosa”.
“Sí, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”.
Su respuesta me animó, considerando lo que estaba a punto de pedir.
“¿Puedo pedirle un favor más?”.
“Claro”.
“Cuando llegue el momento, quiero hacer un lavado ritual judío para Jay. Se llama tahara. Significa purificación. Necesitaré ayuda; es muy difícil hacer por mi cuenta”.
“Por supuesto. Llámame cuando me necesites”.
Los días pasaron en una especie de sueño despierto. Jay hablaba a ratos, revelando conflictos de todo tipo. Le gustaba escuchar historias sobre Divine Corners, cómo jugábamos en la nieve y explorábamos el arroyo detrás de los gallineros. Vacié su bolsa de drenaje y le cambié sus pañales para adultos.
“Esto es asqueroso”, dijo.
“No pasa nada”, le dije. “Estoy aquí para cuidarte. No quiero hacer otra cosa”.
Como hacía nuestra madre cuando teníamos fiebre de pequeños, le di a Jay un baño de esponja y le cambié la ropa de dormir usada para ponerle otra limpia.
Jay fue muriendo poco a poco. Me dijo que su sueño era comprar una casa en un lago con unas cuantas hectáreas de tierra.
“Qué bonita idea, Jay”, le dije. “Te quiero”.
“Yo también te quiero”.
Y entonces hice una súplica que sabía que la gente ha pronunciado durante milenios. “Envíame una señal, Jay. Por favor, envíame una señal desde el otro lado”.
El jueves, temprano por la mañana, me desperté a centímetros de mi hermano y lo encontré muerto. No había respiración dificultosa, ni estertores. Su piel se había enfriado, sus miembros se habían agarrotado.
Cuando el cielo estaba completamente iluminado, llamé a su amigo y realizamos la tahara. Le quitamos la ropa de dormir a Jay, le retiramos la bolsa de drenaje, mientras utilizábamos una sábana limpia para mantener su cuerpo cubierto y digno. Reutilicé la maltrecha tetera para verter agua sobre su cuerpo, empezando por la cabeza y pasando por los pies. Lo secamos con una toalla, lo vestimos con ropa interior larga y lo envolvimos con la funda nórdica de la granja de nuestra infancia. La labor parecía tierna, sagrada, un último acto de bondad íntima.
La gente de la morgue vino y retiró el cuerpo de Jay. A las seis abordé la furgoneta para ir al aeropuerto. Solo subió otra persona, una mujer de pelo blanco con un conjunto deportivo. Vi que con pena le decía adiós al hombre que la despedía. Se sentó unas filas detrás de mí. La llovizna y el tráfico provocaron retrasos, pero nuestro conductor bajito se encargó del viaje y nos preguntó en la terminal con qué aerolínea partiríamos.
“American”, dijo ella, volviéndose afligida en mi dirección. “Es un viaje triste. Mi hermano se está muriendo de cáncer cerebral en Florida”.
“United”, respondí yo, y a ella le dije: “Estoy volviendo de cuidar a mi hermano, que murió esta mañana. Espero que llegues a tiempo”.
Nos acercamos al otro lado del pasillo y nos dimos la mano. Jay sí me mandó una señal.
Michelle Friedman ejerce la psiquiatría en la ciudad de Nueva York y dirige el asesoramiento pastoral en YCT. Hace poco terminó un libro sobre su infancia en Divine Corners.