Hace nueve años, una amiga de mi infancia en Sudáfrica me visitó en Londres. Ella lee las cartas del tarot y las energías, y se ofreció a analizarme pasando sus manos sobre mi cuerpo, desde la cabeza.
“Vaya, tienes muchas cosas ahí”, me dijo. Sus manos se posaron sobre mi corazón. “Aquí también hay un fuerte centro de energía: tu amor por tu familia y tus amigos”. Tras posicionar sus manos más abajo, añadió: “De la cintura para abajo no detecto ninguna señal de energía. Nada”.
Yo tenía 45 años, contaba con estabilidad profesional y personal, estaba casada y tenía dos hijos. Pero mi marido, Colin, escritor y profesor de literatura inglesa, era 34 años mayor que yo. Me había enamorado de él cuando era mi casero, casi dos décadas antes. El flechazo fue tal que había renunciado al sol y a la vida salvaje de África para instalarme con él en Londres.
Ahora él estaba a punto de cumplir 80 años, y nuestra diferencia de edad se notaba. Por muy sano y en forma que estuviera, nadie puede eludir el envejecimiento biológico. Nuestro amor era fuerte, pero nuestro vínculo sexual había terminado.
La evaluación de mi amiga me entristeció, pues era como si algo en mí estuviera muerto. Pero no se puede tener todo. Colin y yo teníamos una compatibilidad intelectual poco común que siempre llamábamos, inspirados en Shakespeare, un “matrimonio de almas leales”. Yo valoraba tanto nuestra vida en común que creía haber llegado a aceptar la ausencia de una relación física.
Hasta que una noche, una semana antes de Navidad, fui a una clase titulada: “Cómo tener mejores conversaciones”, y un desconocido alto y atractivo me preguntó si podía sentarse a mi lado. Me di cuenta de que había filas de asientos vacíos alrededor. Le dije que sí.
Durante la clase, el ponente hizo hincapié en lo aburrido que resulta cuando la gente conoce a alguien nuevo y le pregunta: “¿A qué te dedicas?”. Terminó la clase con una pregunta que invitaba a la reflexión: “¿Qué conversación no estás teniendo, y con quién?”.
Después de la clase, el atractivo desconocido, Richard, me invitó una copa. Me propuso que pusiéramos en práctica lo que aprendimos en la clase y que no nos preguntáramos ni contáramos qué hacíamos.
Me pareció un experimento divertido. Él no vivía en Londres. Intercambiamos direcciones de correo electrónico.
Richard y yo empezamos a enviarnos correos electrónicos a diario. Él era un poco más joven que yo y 40 años más joven que Colin. Nunca se había casado ni había tenido hijos. Dijo que podíamos ser amigos.
Pero cuando nos volvimos a ver, nos besamos. Se despertó en mí una energía que había estado dormida durante mucho tiempo. Me di cuenta de que no podía seguir ignorando esta faceta de la vida. Tenía que hablar con Colin. Esta era la conversación difícil y dolorosa que no había tenido.
¿Qué pasa en la vida silvestre, cuando el primate macho o el elefante o el león envejece? Un rival más joven le disputa su lugar con la hembra, y luchan, incluso hasta la muerte. O el mayor es expulsado del grupo y se marcha solo. La diferencia con los humanos es que podemos conversar al respecto. Podemos tomar decisiones excepcionales.
Colin y yo acordamos que nuestros valores fundamentales eran seguir compartiendo nuestras vidas y mantener a nuestra familia intacta, pues ambos queríamos mantener la crianza diaria de nuestros hijos. Pero acordamos que yo podía, con discreción, dejar de ser sexualmente fiel a nuestro matrimonio asexual.
Richard y yo nos convertimos en amantes. Se produjo un emocionante despertar erótico de mediana edad. Nos reuníamos a altas horas de la noche en mi oficina, después de que todos los demás en el edificio se habían ido, y hacíamos el amor hasta el amanecer. Seguíamos sin contarnos a qué nos dedicábamos (aunque mi despacho ofrecía pistas).
Un día, Richard me hizo una pregunta hipotética: si tuviera la libertad de casarme con él, ¿lo haría?
“Sí”, respondí. “Lo haría”.
Tiempo después, quedamos en que Richard vendría a nuestra casa, como amigo, a conocer a Colin y a los niños. Dos semanas después, Richard tenía que asistir a una conferencia en Londres.
“Ahora que Richard ya conoció a la familia, ¿podría quedarse en nuestro cuarto de visitas mientras esté en Londres?”, le pregunté a Colin.
Al día siguiente, estaba en el jardín con unos amigos cuando decidimos pedir una pizza para un almuerzo tardío. Entré a la casa para invitar a Colin a acompañarnos. Para mi sorpresa, lo encontré en una habitación a oscuras, todavía en la cama, a las dos de la tarde. Jamás lo había visto así. Sufriendo.
“Todo esto va muy rápido”, admitió. “Acabo de conocer a Richard y ahora me preguntas si puede quedarse como invitado en la casa”.
“¿Necesitas que deje de verlo?”.
“No”, respondió. “Yo soy el pasado, Richard es el futuro. Prométeme que, si piensas dejarlo, primero lo hablarás conmigo”.
Colin estaba pensando en el futuro, en una época en que nuestra familia estaría sin él. Era como si estuviera haciendo un plan de sucesión. Entre lágrimas, asentí.
Richard y yo acordamos que había llegado el momento —ocho meses después de conocernos— de contarnos por fin a qué nos dedicábamos.
“Más que contártelo, quiero mostrártelo”, propuso.
Un día, temprano por la mañana, me recogió y condujo hasta la campiña. Paró el auto junto a un campo. “Esto es lo que hago”, me dijo.
Me quedé perpleja.
“Soy agrónomo”, aclaró, y luego me explicó que asesora a agricultores sobre cómo utilizar sus tierras, qué cultivos elegir y cómo cuidarlos.
Además, está especializado en agricultura regenerativa. Cuando establece un nuevo cultivo, en lugar de utilizar productos químicos tóxicos para destruir todo lo que había antes, cultiva diferentes plantas de manera simultánea en el mismo campo, de manera que actúen como compañeras y se beneficien entre sí en lugar de amenazarse. Es un enfoque sistémico que va en contra de la tradición, y la gente puede recibirlo con prejuicios y desafíos, pues no lo entienden y tardan mucho en aceptarlo.
Cuando empecé a contarle a mi familia y amigos sobre lo mío con Richard, también me encontré con prejuicios y desafíos. Algunos se mostraron desolados y advirtieron que esto podría perjudicar a nuestros hijos, y que yo lo estaba arriesgando todo por un desconocido.
“No lo conoces de nada”, me dijo una amiga. “Hay un dicho en Italia: ‘No conoces a alguien hasta que te comes un kilo de sal con él o ella’. Y eso lleva mucho tiempo. ¡Un kilo entero de sal!”.
Cuando se lo conté a Richard, me compró un kilo de sal y me dijo: “Empecemos a compartir esto, y cuando nos lo hayamos terminado, nadie podrá decir que no nos conocemos”.
Una noche, en nuestro restaurante favorito, parecía preocupado. Le pregunté: “¿Qué conversación no estás teniendo?”. Me contó lo doloroso que era para él sentirse siempre al margen de mi vida familiar con Colin y los niños. Ellos eran lo primero para mí, y él no tenía un lugar seguro.
Supe que había llegado el momento de tener otra conversación difícil con Colin.
Le expliqué la perspectiva y la inseguridad de Richard. Colin tenía un vínculo legal conmigo (nuestro matrimonio) y uno biológico (nuestros hijos). Richard no tenía ninguno de los dos. ¿Qué podíamos ofrecerle a Richard para demostrarle a él —y a las personas de su vida, como sus padres— que no estaba al margen?
Colin y yo reconocimos que siempre tendríamos a nuestros hijos y nuestro “matrimonio de almas leales”, sin importar que estuviéramos legalmente casados. El lugar de Richard estaría asegurado si pudiera casarse conmigo. Todo podría seguir como siempre, pero acordamos que Colin y yo nos divorciaríamos legalmente. El divorcio era solo un trozo de papel.
En el Reino Unido aún no existía el divorcio de mutuo acuerdo. Una de las partes tenía que solicitar el divorcio contra la otra; no podía ser una solicitud conjunta que reflejara una decisión mutua. Además, Colin no podía citar mi adulterio como motivo de divorcio, porque, si seguías viviendo con tu cónyuge más de seis meses después de conocerse el adulterio, legalmente se consideraba que lo habías aceptado.
“Entonces acúsame de comportamiento irracional”, sugirió Colin. “Desde luego hice algo increíblemente irrazonable: ¡envejecí!”.
Pero había otro inconveniente. Según la ley, todas las razones permisibles para el divorcio se basaban en la misma condición: que los dos cónyuges “ya no puedan tolerar la convivencia”.
Colin y yo seguíamos viviendo juntos, aunque en habitaciones separadas, y queríamos seguir así. Los abogados que consulté me dijeron que eso no sería posible. Decidí representarme a mí misma en el caso y lo conseguí: nos concedieron la petición.
Richard se mudó a la casa y, tres años después de conocernos, él y yo empezamos a planear nuestra boda. Los cinco vivíamos juntos y en compañía, beneficiándonos entre sí, no amenazándonos. Nuestros amigos y familiares fueron aceptando poco a poco nuestra inusual situación.
Y aquel año, en nuestra fiesta de Nochebuena, organizada por Colin, Richard y yo, nos reunimos alrededor del pavo y esparcimos sobre él los últimos granos de nuestro kilo de sal.