“Si decidimos estar juntos, tienes que entender que la única manera de avanzar es que te conviertas. No facilitará las cosas, pero las hará posibles”, le dije.
Su respuesta fue demasiado rápida: “Estoy dispuesto”.
¿Cómo podía estar tan seguro?
“A veces estás dispuesto a cambiar todo tu futuro por una persona”, respondió.
Continuamos saliendo durante el resto del año, huyendo de las expectativas sociales de nuestras familias y comunidades; en realidad huíamos de cualquier expectativa. En nuestra burbuja de covid, dijimos “te amo” demasiado pronto. No escuchamos a nuestros amigos cuando nos instaron a tomárnoslo con calma e ignoramos las duras realidades familiares que teníamos por delante.
No le había dicho a mi madre nada sobre él, ni una palabra, a pesar de llevar meses en la relación romántica más importante de mi vida. No obstante, se acercaba el Día de Acción de Gracias, cuando ambos volveríamos con nuestras familias.
Esta historia de amor pudo haber sido la suya y la mía, pero sin la aprobación de mi madre, no habría podido avanzar. Ella nació y se crio en Karachi, Pakistán. Esperar que entendiera cómo me había enamorado de un hindú exigiría que desaprendiera todas las tradiciones y costumbres con las que se había criado. Me prometí a mí misma ser paciente con ella.
Me daba miedo sacar el tema, pero quería compartir mi felicidad. Estando las dos solas en mi habitación, empezó a quejarse de que la covid arruinaba mis posibilidades de matrimonio, y en ese momento solté la verdad: ya había conocido al hombre de mis sueños.
“¿Quién?”, dijo. “¿Es musulmán?”.
Cuando le dije que no, gritó.
“¿Es pakistaní?”.
Cuando le dije que no, se quedó sin aliento.