Tres años después de mi divorcio, le regalé a mi hija menor los zapatos que usé en mi boda. Le quedaban perfectos, con sus tiras de cuero azul pálido que realzaban el arco de su pie y sus tacones de cinco centímetros que elevaban su gracia, como de duende. Hace mucho tiempo, me quité esos zapatos y hundí los dedos en la alfombra de piel de oveja de un auto de época que me llevó a un registro civil en Inglaterra.
Era julio y las rosas estaban magníficas.
Esos zapatos han estado guardados en un armario durante años, y quizá seguirían allí si no hubiera escuchado un programa de radio sobre la limpieza de la muerte que se lleva a cabo en Suecia que me indicó que mi vida podría vivirse con más ligereza si me liberaba de las cosas.
Quiero eso: una vida más ligera. Algunos días el peso de mi pena me dobla la espalda y amenaza con romperme los hombros.
Cuando mi hija mayor, de descanso tras su servicio como reservista en el ejército, visitó nuestra casa en Vermont, le anuncié que vaciaríamos juntas el depósito. Pensé que sería un signo visible de mi sanación, que demostraría que seguía adelante con mi vida. Preveía un acto de precisión militar. Pero no pude encontrar la llave.
“Pasa todo el tiempo”, dijo la mujer que respondió a mi llamada en el lugar donde estaba el depósito. “Mi esposo cobra 25 dólares por abrir cerraduras. En efectivo”.
Veinticinco dólares no es mucho, pero era más de lo que estaba dispuesta a pagar. Mi matrimonio ya me había costado demasiado.
Hurgué en todos los cajones, desenterré paquetes de semillas que nunca había plantado, rebusqué entre vales de artículos que nunca había comprado, hojeé recetas de comidas que nunca había cocinado. Por fin, la llave apareció entre un montón de recibos de tarjetas de crédito en el primer cajón de mi escritorio.
Mi hija y yo condujimos por carreteras secundarias hasta el almacén, en una de esas perfectas mañanas primaverales de Nueva Inglaterra en las que parece que la sombría monotonía del invierno puede quedar en el olvido. Yo sonreía cuando abrí la puerta del almacén, y entonces la tristeza volvió a asentarse como el polvo.
Tres años y medio antes, tras una infeliz temporada en rehabilitación, mi exmarido decidió que prefería vivir solo antes que volver al hogar familiar. Incapaz de costearme yo sola nuestra gran casa en la montaña, regalé lo que pude, me quedé con lo que necesitábamos, encontré una casa más pequeña y llené este depósito.
Hicieron falta cuatro viajes en la camioneta de mi hija para transportar 25 años de mi vida desde allí hasta mi sala.
Mi exesposo y yo nos conocimos a principios de la década de 1990, cuando éramos estudiantes de filosofía en el norte de Inglaterra. Leíamos ética aristotélica, metafísica cartesiana y las sombrías visiones existenciales de Nietzsche. Si abriera cualquiera de esos libros, vería las anotaciones que él hizo alguna vez a lápiz, y la caligrafía que me resultaba tan familiar como su cuerpo.
Hojear las páginas de los libros era para mí como verlo en plena conversación con ideas que he olvidado. Solíamos llevar esos libros al parque con una botella de vino, cada uno en comunión con las palabras de la página; nuestros pies que se tocaban en silencio.
“¿Qué quieres hacer con todos estos libros?”, me preguntó mi hija mayor.
“Mételos en una caja y escribe ‘Caridad’ a un costado”, le dije.
La siguiente caja que abrí no estaba llena de libros.
En la fiesta del cumpleaños 21 de mi exmarido, su madre le regaló una estatua de bronce de “El pensador” de Rodin, un regalo muy apropiado para un hijo filósofo. Yo estaba sentada a su lado, observando con asombro cómo colocaba la estatua entre los candelabros de plata, la cubertería pulida y las copas de cristal. Yo crecí en un hogar de obreros del norte, en una ciudad donde las acerías cerraron cuando yo era pequeña; mi exesposo creció en el tipo de opulencia sobre la que yo solo había leído en las novelas.
Cuando me dejó, envolví la estatua en un edredón de nuestra cama y le di su propia caja. Mientras mi hija ordenaba las cosas del almacén, yo aspiraba el envoltorio de la estatua. Quería encontrar un rastro de olor que me recordara a él, pero cuando apreté la tela contra mi cara, olía a viejos himnarios y oraciones en las que ya no creía.
Puse al pensador sobre la repisa, con la cara hacia la pared.
“Puede sentarse ahí y esperar a que tu padre se lo lleve”, le dije a mi hija, y luego metí la ropa de cama en una bolsa de basura y, como no me gustaba la etiqueta “edredón” para algo que solo connota la frialdad de la pérdida, escribí la alternativa —colcha continental— en un costado de la bolsa y le pedí a mi hija que la dejara en el refugio de animales local.
Nos casamos cuando yo tenía 25 años. Como regalo de bodas, mi abuela nos regaló un precioso mueble de baño de roble inglés. Mi ex y yo nos miramos mil veces en el espejo mientras nos lavábamos los dientes, nos peinábamos o nos preparábamos para salir por la noche. Él solía sonreír cuando me veía mirarlo.
Hace mucho tiempo que no veo una sonrisa en la cara de mi ex, y hace mucho tiempo que no miro mi propio reflejo sin ver algo que no sea tristeza en mis ojos. No quiero ver a la persona en la que me he convertido en el espejo que solía tener, así que le mandé un mensaje a un amigo, que me dijo que le encantaría recoger el mueble del baño al día siguiente.
Cuando mi hija menor llegó a casa del colegio, le enseñé a mis hijas el lugar que solían morder en los costados de madera de su cuna cuando les estaban saliendo los dientes.
“No puedes tirar eso”, dijo mi hija menor. “Lo quiero para cuando tenga hijos”.
Llevamos la cuna al desván y la cubrimos con una manta.
Aún no sé cómo mi ex y yo navegaremos por el futuro de nuestras hijas, cómo nos sentaremos cerca el uno del otro en las bodas, cómo nos convertiremos en abuelos juntos. Nos hemos causado tanto daño que no sé si queda algo por sanar.
Mientras mis hijas llevaban cajas a donar, abrí el veliz viejo del rincón. El gobierno inglés se lo regaló a mi abuelo en 1945, después de que pasó tres años en un campo de prisioneros. Años después, mi padre me regaló el veliz cuando me fui de casa con 16 años y, desde entonces, es donde guardo mis tesoros.
Como las aldabas de latón ya no cierran, un viejo cinturón de cuero ayuda a cerrarlo. Abrí la hebilla y me eché a llorar. Mi perro de peluche naranja estaba arriba. Perdió uno de sus ojos cuando yo era pequeña, pero mi abuela le cosió uno nuevo con hilo blanco y oscuro. No lo quiero menos porque sus ojos no hagan juego.
Debajo de él estaba el diminuto mono de algodón que nuestra hija mayor llevó la noche de su nacimiento, luego sobres llenos de las cartas que mis abuelos me escribieron una vez y álbumes de viejas fotografías tomadas en las calles inglesas, que ahora me parecen extrañas.
Mis zapatos de novia estaban envueltos en la camisa azul de flores que el hombre que se convertiría en mi mejor amigo, luego en mi amante, luego en mi marido y luego en mi exmarido llevaba la noche en que nos conocimos. Recuerdo el roce de su mano en la parte baja de mi espalda, la luz de las velas proyectando sombras sobre el verde océano de sus ojos y el blanco temblor de su garganta al pasar vino tinto.
No sé dónde recomendarían los limpiadores de muerte suecos que una mujer de 50 años ponga una camisa como esta. Está demasiado vieja para ponérsela, demasiado gastada para donarla a una tienda de segunda mano. Aunque la llevé hasta el bote de la basura, no pude soportar tirarla ahí.
Después de sacar los zapatos del veliz, volví a meter la camisa y abroché el cinturón hasta el tope. Perder el recuerdo de lo valiosas que fueron las cosas en otro tiempo es uno de mis mayores temores: incluso rodeada de tantas cosas que solíamos compartir, no puedo contener el olvido.
Sin embargo, ¡esos zapatos! Se los di a mi hija menor en el desayuno al día siguiente, y gritó de alegría. Piensa ponérselos este verano en el campamento. Me la imagino bailando hasta bien entrada la noche y luego paseando hasta el lago en la penumbra de pleno verano. Estará de pie a la orilla del agua, con el parpadeo de las luciérnagas y mis zapatos de novia en una mano, imaginando una vida llena de todas las cosas que tardará años en darse cuenta de que en realidad no necesita cargar.
Zoe Fowler es una escritora de Vermont que hace poco terminó un libro de memorias sobre el matrimonio y la vida de la fundadora de Al-Anon.