El año pasado, dos días antes de cumplir 29 años, me resbalé con hielo en el restaurante donde trabajaba y me torcí el tobillo. Me dijeron que me quedara en casa para recuperarme, pero enseguida me aburrí e hice lo que haría cualquier soltera con tiempo libre: volver a descargar mis aplicaciones de citas. En menos de 24 horas, hice match con el Motociclista.
Se acababa de divorciar (tras un breve matrimonio) y viajaba en moto por todo el país en un viaje de autodescubrimiento, haciendo su trabajo de tecnología a distancia, en una ciudad diferente cada mes.
Eso significaba que solo estaría en Memphis unas semanas más.
Y lo tenía todo: era increíblemente guapo, encantador hasta más no poder, con una energía de chico genial (sobre todo por la chaqueta de cuero, pero aun así).
Esa primera noche quedamos para tomar una copa, que se convirtió en cena, que se convirtió en más copas, que se convirtió en una noche de borrachera en su Airbnb. Me sorprendí cuando me llamó al día siguiente.
“Anoche me lo pasé muy bien”, me dijo. “¿Qué te parece si volvemos a salir esta noche?”.
“¡Me encantaría volver a verte!”.
“Obviamente”, comentó.
Está bien. Cálmate, Han Solo. Su exceso de confianza me atraía y me exasperaba a la vez. La experiencia me había endurecido contra el romanticismo. No importaba lo encantador, simpático o guapo que me pareciera. No iba a ser la chica tonta que se enamora de un hombre en moto.
Verán, he sido crónicamente desafortunada en el amor, una clásica autosaboteadora. Tengo el hábito de buscar ansiosamente razones para rechazar a los hombres que me cortejan, criticando sus defectos hasta que los olvido. Y cuando me sentía lo bastante sola, consultaba mi lista de exes favoritos para fingir estar enamorada.
Me he preciado de estar hecha de hierro forjado antirromance. No puedes romperme, no señor. Así que me irritaba sentirme atraída por este hombre.
Fuimos en su moto a un partido de fútbol en el centro, y se burló de mí por apretarlo más fuerte que nunca en un viaje. Le dije que antes me había caído de una moto y que tenía miedo. Me agarraba el muslo en cada semáforo en rojo como diciendo: Sigo aquí. Tú sigues aquí. Todo va a salir bien.
Disfrutamos de un brunch en un barco fluvial, la brisa del Misisipi me levantaba el vestido mientras bebíamos mimosas de piña en la cubierta superior. No hubo un momento en que sus manos no rozaran el pelo suelto de mi cuello. Nunca hubo un momento en el que no nos tocáramos en alguna parte.
Fuimos a un club de estriptís donde las bailarinas nos dijeron lo guapa que era, lo afortunado que era él de estar allí conmigo. Dos bailes eróticos en pareja y 600 dólares después, tomamos un Uber a casa y caímos enredados en la cama sin ducharnos.
Preparamos la cena juntos, deslizándonos peligrosamente hacia la mitad más doméstica de nuestro mes juntos. Él pelaba pistachos mientras yo guisaba frijoles blancos en Chablis, y descubrimos nuestro amor mutuo por cocinar al ritmo de jazz francés.
Hablamos de nuestros padres muertos y de infancias difíciles. Nos prometimos no enamorarnos mientras compartíamos un helado de caramelo salado. Me dio con la cuchara el bocado que, según él, era el mejor de todos, diciendo que quería que yo lo comiera.
En su último día en la ciudad, fuimos a Graceland a rendir homenaje a Elvis. Era lo último que quería hacer en la ciudad, y yo estaba feliz de compartirlo con él. Caminamos, con su brazo alrededor de mis hombros, por las salas de exposición llenas de autos clásicos, trajes de cuero blanco con joyas y jets privados forrados de terciopelo verde.
Fui al baño mientras él esperaba en la fila del autobús turístico de la mansión, y una turista anciana me tocó el hombro mientras me secaba las manos. “¿Tú y ese chico de ahí fuera?”, me dijo. “Los he estado observando. Hacen una pareja preciosa. Y es tan bonito ver a dos jóvenes tan enamorados. Eso ya no se ve”.
No supe qué decir. ¿Qué había que decir? ¿Que se iba mañana? ¿Que no había manera de que estuviéramos enamorados por algo tan endeble como una promesa entrelazando los meñiques o unos miles de kilómetros se interponían en el camino?
“Gracias”, le dije. Pero no podía dejar de pensar en las palabras de la anciana mientras él me tomaba la mano con las dos suyas en el transporte del tour, dibujando círculos en mis palmas con el pulgar.
Más tarde, bajamos por las estrechas escaleras de espejos hasta la sala en la que Elvis veía televisión. También brillaba con espejos, y de repente me encontré abrumada por nuestros reflejos mirándonos desde 20 ángulos diferentes. Reflejados a través de las paredes panorámicas, esta era la primera vez ese mes que realmente nos miraba. Fue la primera vez que vi lo que otras personas veían, lo que esa mujer veía, cuando nos miraban.
Con los audífonos baratos del tour puestos, miraba alrededor de la sala y me masajeaba suavemente los hombros mientras John Stamos nos hablaba del costo del edificio, del extenso bar y de los programas de televisión favoritos de Elvis. Vi lo mucho más alto que era, comparado conmigo; cómo estaba tan cerca detrás de mí como quien dice: no quiero estar en ningún sitio que no sea cerca de ti. Vi la sonrisa en mi cara, el resplandor que desprendía.
Parecíamos felices. Como si fuéramos cualquier otra pareja disfrutando de una tarde de sábado de toda una vida de sábados juntos.
Entonces me di cuenta de lo que iba a perder en menos de 24 horas. Me dije que esto era solo temporal; él estaba de paso. Al día siguiente se iría a otra ciudad y con otra persona. Nunca tendríamos un aniversario, ni un perro, ni una pelea. Me vi reflejada por todos lados en aquella habitación de espejos y lloré la vida que no estábamos destinados a compartir.
Luego, la guardé. Si solo tenía unas cuantas horas más para estar enamorada, quería vivirlas plenamente. Quería vivir en un estado de felicidad con alguien sin pensar en cuándo o cómo terminaría. No quería malgastar el poco tiempo que teníamos consumida por la tristeza que sentía en la garganta o fingiendo que él era un error gigantesco del que debería haber huido. No quería seguir siendo orgullosa.
Así que lo guardé todo. Pasamos a la siguiente habitación del recorrido, sus manos seguían apretando mis hombros. Aquella noche le pasé los dedos por el pelo. Dejé que me abrazara más fuerte mientras nos dormíamos juntos por última vez.
A pesar de lo que mis amigos y mi madre seguían diciéndome, sabía que él no iba a volver. Después de todo, habíamos prometido no enamorarnos. Puede que esa promesa fuera una enorme mentira por mi parte, pero esa no es la cuestión. Tuve la oportunidad de involucrarme plenamente con una persona amable que tenía un corazón más abierto de lo que quería admitir, y me sentí agradecida por ello. Empecé a escribir de nuevo tras un largo periodo de letargo, y también me sentí agradecida por ello.
Me sentí agradecida por poder sentarme a pleno sol de una aventura amorosa temporal sin que al final me destruyera. Me ha llevado tiempo, pero por fin he aprendido que las virtudes de poseer un corazón blando y respirable son inconmensurables cuando vives en una época y un país como éste, tan lleno de muerte y ajuste de cuentas.
Esperaba que el Motociclista estuviera a salvo en su viaje. Esperaba que encontrara lo que buscaba en la vida. Esperaba que pudiera conservar la belleza que había encontrado dentro de mí. Y esperaba que hubiera otra vida en la que pudiéramos disfrutar discutiendo sobre los colores de pintura de una cocina. Ese otro yo querría un cerúleo brillante y ese otro él querría un verde salvia oscuro, y podríamos llegar a acordar en algún punto intermedio.
Esperaba todas estas cosas, e incluso me permití esperar un poco más. Pero si algo me ha enseñado la experiencia en el amor, es esto: cuando un hombre en moto te dice que va dirigirse hacia la puesta de sol y olvidarse de ti, debes creerle.
Y yo le creí. Excepto que él no se olvidó de mí. Y yo no me olvidé de él. Hasta que un día de este verano volvió a Memphis sin intención de irse. Y desde entonces, todo contra lo que había endurecido mi corazón durante tanto tiempo —el amor que no quería dejar entrar— se ha convertido en mi vida.
Morgan McKinney es redactora creativa en Memphis, Tennessee.