Si tienes familia, pero nadie puede verla, ¿existe realmente?
Esa era la pregunta que acechaba tras nuestras constantes respuestas, susurrada bajo el interminable zumbido de nuestros teléfonos. Había un miedo al olvido que se escondía en la clasificación de nuestros días y pensamientos interiores: no responder al grupo era quedarse congelado en el tiempo. Y aunque había momentos en los que me aburrían las conversaciones ordinarias que manteníamos, también comprendía que el aburrimiento era parte de la gracia: significaba que teníamos la suerte de contar con la seguridad de la rutina.
A veces mis tíos y tías llevaban la comunicación constante demasiado lejos, enviando fotos de sus piernas magulladas (por chocar con las mesas) o de sus narices ensangrentadas (por el calor seco), exhibiendo sus heridas bajo una iluminación perfecta. Otras veces miraba mis mensajes por la mañana y me encontraba una foto de un jugo derramado con la siguiente leyenda: “Se me acaba de caer el jugo 🙁 ”.
Pero incluso esos momentos de dolor o torpeza, mi familia los convertía en un deseo de unión diciendo: “Que Dios nos vuelva a reunir para que pueda ayudarte a limpiar lo que derramas”. O: “Espero que un día estemos todos juntos para asegurarnos de que ninguno de nosotros vuelva a hacerse daño”. Los deslices y los errores se producían, según ellos, por falta del calor familiar. Nos faltaba su hechizo, su protección, sus poderes reparadores.
Cuando más miembros de la familia pudieron escapar de Siria, y se instalaron en Turquía, Canadá y Arabia Saudita, nuestra charla de grupo se transformó en un lugar donde celebrar bodas, baby showers y funerales. Cuando mi prima se casó en Estados Unidos, ella y su esposo se turnaron para “bailar” con su madre en Siria, girando en la pantalla al ritmo de la música, que crepitaba y chisporroteaba a través del altavoz del iPad hasta llegar a la casa de su infancia.
Cuando otra prima dio a luz, vio cómo su hija llegaba a conocer a los abuelos como personas que podían conjurarse y colocarse sobre mesas, dejarse caer y desconectarse. Cuando murió mi tío, quedó congelado durante días como su último mensaje, una foto de su gato echando la siesta sobre la ropa limpia, antes de que la avalancha de nuevas conversaciones lo apartara de la vista.