Un mes después de que Andrew me propuso matrimonio, él y yo fuimos a terapia de pareja, donde, en nuestra primera sesión, me dijo: “Si tengo que elegir entre tú y el ejército, elijo al ejército”.
Sus palabras me dejaron sin aliento.
Cinco años antes, en nuestra primera cita, había dicho (después de haber bebido demasiado): “Me voy a casar contigo”.
“Estás loco”, le respondí.
Parece que no lo estaba. Pero cuando me propuso matrimonio, llevaba dos años luchando con su deseo de alistarse en el ejército, y con el mío de que no lo hiciera. Yo tenía 27 años. Él tenía 28. Sabía que su deseo era tan fuerte que algunos dirían que era una vocación. Pero no fue hasta que hizo aquella rotunda declaración en la consulta del terapeuta cuando comprendí la magnitud de sus convicciones.
Me habían educado como pacifista. Me había manifestado en contra de la guerra de Irak y me oponía a nuestra participación en la guerra de Afganistán como gran parte de mi generación, es decir, vaga y cómodamente. No quería que el hombre al que amaba combatiera en Afganistán ni en ninguna guerra. No quería dejar la ciudad de Nueva York para ir a donde el ejército decidiera enviarlo, ni renunciar al trabajo de editora que tanto me había costado conseguir, ni dejar a mis amigos.
Bueno, acabamos de celebrar 12 años de matrimonio y tenemos dos hijos, un niño de 5 años y una niña de 7. Así que, sí, al final cedí.
A lo largo de nuestro matrimonio, Andrew ha sido desplegado siete veces y ha participado en más entrenamientos prolongados de los que puedo contar. Nos mudamos de Nueva York a Georgia y luego al estado de Washington. Se ha perdido cumpleaños, Navidades, aniversarios, visitas a urgencias y cuatro meses de aislamiento por COVID-19 con dos niños menores de 4 años.