De joven, como coreanoestadounidense en una ciudad resplandecientemente blanca al pie de las Montañas Rocosas, a menudo quería salir de mi propia piel.
“No, pero ¿dónde naciste?”, me preguntaban mis compañeros. “¿De dónde eres originalmente?”.
“Idaho”, insistía con los dientes apretados.
En momentos así, quería una segunda piel que pudiera cambiar por la mía.
Al igual que otras personas queer de color, muy pronto empecé a enfrentarme a la doble carga del racismo y la aversión a lo queer. En el colegio, me preguntaba: ¿qué aspecto tiene el amor para alguien como yo, seguramente el único asiático gay de la ciudad?
En séptimo grado, tras otra racha de noches sin dormir, pensé que estaría mejor muerto. Enjugándome las lágrimas, miré al cielo y recé: “Hazme hetero o hazme blanco. Elige uno”.
Anhelaba tener los privilegios de ser heterosexual o blanco porque no solo era gay y asiático; también tenía fetiches. En mí se agitaban deseos extraños que me resultaban repugnantes, perversos e innombrables, mucho más allá de las indecencias más conocidas que se condenaban en los púlpitos de mi ciudad natal de Colorado.
Por eso supliqué ayuda a un Dios en el que había dejado de creer hace tiempo. Si fuera heterosexual o blanco, podría salir del armario de ese fetichismo —un “segundo” armario— y encontrar una manera. Sería “aceptable” en uno de los modos cruciales de ser aceptable en Estados Unidos. Pero mi condición de triple minoría me parecía una broma de mal gusto, una sentencia de muerte.
Al fin y al cabo, en las aplicaciones de citas para homosexuales, los asiáticos orientales se enfrentan de manera habitual a una deshumanización que nos reduce a los ojos de los demás en nada más que clones sin rasgos. O bien recibimos el trato racista de la gente que advierte que “no quiere asiáticos” ni quiere “arroceros”, o bien recibimos un trato adulador, lo cual puede ser peor: la fiebre amarilla, el temido fetiche asiático.
“Fetiche” es una palabra rara. La utilizamos para referirnos a la pasión benigna que sienten las personas por el cuero o la lencería, los pies o los lóbulos de las orejas, el amor por ciertos objetos inanimados o partes del cuerpo. Pero también la utilizamos en el contexto del fetichismo racial, esa adulación vacía que transforma a las personas de color en curiosidades y nos convierte en trofeos, haciendo que nos resulte difícil confiar en el afecto de la gente.
Un ejemplo: “Me encanta la comida china”, me susurró un guapo hombre blanco después de que nos besáramos en un bar gay de Manhattan. Me aparté y escapé a casa, demasiado cansado como para explicarle la razón.
“Nunca he estado con un asiático”, dijo otro mientras me acercaba de un tirón hacia él. Enrojecí de rabia al imaginarlo publicando una foto nuestra con un emoji de sushi junto a mi nombre de usuario, como había visto hacer una vez a un hombre blanco con un desventurado asiático en Twitter.
Otros fueron más sutiles. Charlé con un ingenioso conversador que parecía un buen partido, también blanco, antes de que me topase con su Instagram y no encontrase más que selfis sin camiseta con hombres de Asia Oriental en su perfil. Otra vez engañado.
En la novela Disorientation, de Elaine Hsieh Chou, la protagonista, una estadounidense con ascendencia taiwanesa, empieza a preguntarse si su prometido blanco la ama de verdad tras descubrir que todas sus parejas anteriores eran asiáticas.
“Lo triste es, Ingrid”, dice su amiga coreanaestadounidense, “que nunca lo sabrás con certeza”.
Tuve suerte de que los dioses de la sexualidad, al acuñar a un asiático queer fetichista, me ungieran con un fetiche lo suficientemente divertido como para darme un escape de la crueldad de esta realidad racista. El fetichismo del látex es una predilección por la ropa de goma ajustada, brillante, resbaladiza, escurridiza y sensual. Disponible en todos los colores imaginables, el látex ha cautivado la imaginación de las celebridades de la moda y el cine ciberpunk. Pero a la mayoría de los no iniciados les cuesta entender por qué nos pondríamos algo que no permite a la piel respirar… en absoluto.
Es difícil expresar la electrizante sensación de un dedo patinando sobre la tensa superficie del látex, o el cálido apretón de una mano de goma en la espalda. Muchos “rubberistas” (de la palabra “goma” en inglés, rubber), como nos hacemos llamar, preferimos el estímulo envolvente de la compresión de todo el cuerpo, a veces con capuchas y guantes, cambiando la piel porosa y llena de marcas por una piel inmaculada y fingida.
Sin embargo, el encanto del látex también proviene del travieso nirvana de la deshumanización consensuada: el deseo de convertirse en alguien sin rasgos y sin rostro, de desvanecerse en la dicha del abrazo ceñido del látex. Ofrece la oportunidad de convertirse, por un momento, en alguien distinto, algo diferente. Una segunda piel.
Hubo momentos entre mis 20 y 30 años, cuando solía aventurarme en las sórdidas profundidades del mundo gay fetichista, en los que deseaba poder desaparecer en esa segunda piel para siempre.
“No puedes llamarte estadounidense”, me dijo un hombre blanco en un club fetichista de Berlín, agarrándome por los hombros y empujándome tan fuerte que me dejó sin aliento. “Tienes que llamarte China o Japón”. Entonces no me daba cuenta de que algunos seguían considerándome tan poco humano que ni siquiera merecía llamarme “chino” o “japonés”.
“No puedes estar en este ascensor con nosotros”, comentó un hombre blanco borracho con un arnés barato en uno de los más grandes eventos gay fetichistas de Estados Unidos, empujándome al suelo. No me di cuenta en ese momento de que esto es lo que llaman un crimen de odio.
“Solo quería ver si el estereotipo era cierto”, me dijo un hombre blanco mayor en un bar de cuero de Nueva Inglaterra después de bajar su mano para acariciarme la entrepierna cubierta de goma. No me di cuenta en ese momento de que eso es lo que llaman agresión sexual.
Con el tiempo, sin importar si ocurrían en el patio de un colegio, en un bar gay o en un club fetichista, las indignidades se mezclaron en un guiso tóxico, y no pasó mucho tiempo antes de que decidiera evitar las citas por completo, como hacen tantas personas queer de color para evitar el fetichismo racial o el odio. Empecé a buscar hombres que ya conocía en mis círculos sociales. No estoy seguro de si es por mis experiencias con el racismo o a pesar de ellas que solo puedo sentir atracción física por alguien después de sentir una conexión emocional.
Mi primer novio y yo éramos amigos íntimos antes de empezar a coquetear y luego a salir. A él no le gustaba el látex. Me quedé con él porque nunca me preguntó de dónde era originalmente. Y nunca le pregunté a él, un hombre negro birracial, nada parecido tampoco. Me gusta pensar que es la razón por la que también se quedó conmigo.
Mi segundo novio, un compañero rubberista, era el tipo de amante que me peinaba con las manos y me ajustaba el látex para asegurarse de que tenía el mejor aspecto antes de salir. La única foto nuestra, perdida hace tiempo, nos mostraba con trajes de látex de colores contrastados (él con un traje de surf blanco; yo con un body azul oscuro y verde) y nuestros brazos sobre los hombros del otro. Me quedé con él porque tampoco me hizo nunca esas preguntas.
Pero me preocupaba constantemente ser suficiente como su pareja, lo que en realidad significaba ser suficiente como su pareja asiática. Empecé a pensar en círculos: ¿él, un hombre latino, me encuentra realmente atractivo, o es solo una treta para probar a un asiático? ¿Nunca me ha preguntado por mi etnicidad porque está ocultando su fetichismo por los asiáticos? ¿Pensaría la gente que solo soy un caso de caridad? ¿Pensarían que le estaba pagando?
En algún momento, mi paranoia no solo acabó con nuestra relación, sino que abrumó mi propio amor por el látex hasta el punto de que evité ponérmelo todo un año. Durante nuestro último chat en línea, le dije que le estaba quitando más de lo que podía darle, que estaba irremediablemente roto. Todo por ser asiático.
“Nunca te he visto de esa manera”, escribió. “No me importa que seas asiático. Te quiero por lo que eres, y nada más”.
Poco después, rompimos. No puedo culparlo. Había ligado mi propio valor al desprecio que los demás sentían por mi piel, y estaba dejando que me asfixiara. Aunque no podía arreglar la sociedad, sí podía salir de mi propio camino. Con ayuda, curé las lesiones de mi autoestima. Busqué arte y medios en los que pudiera verme, y empecé a crear los míos propios. Forjé una comunidad con otras personas queer y fetichistas de color. Practiqué ver mi piel como digna, visible y perfecta. Recuperé mi sexualidad y mi sensualidad.
Tras un año rehuyendo del látex, ahora vuelvo a lucirlo casi todos los días, pero solo para mí, no como una piel sustituta, sino como una continuación reluciente de mi piel, algo que puedo celebrar y amar. Ya no quiero envolverme en una segunda piel de goma para ocultar mi piel original. Me enorgullezco de ambas: biodegradables, sensuales y esenciales para lo que soy.
Ese es el mejor regalo de todos, además de otro traje de látex con colores brillantes, desde luego. Aunque tengo mis favoritos, estoy probando un nuevo color. En esta ocasión elegiré el amarillo.
Preston Gyuwon So, escritor en Nueva York, está trabajando en un libro de memorias sobre las experiencias de los estadounidenses queer y fetichistas con ascendencia de Asia del este.