Después de más de dos años de matrimonio, seguimos teniendo citas casi todas las noches. Esto irrita a mis amigos y familiares cuando ignoro sus llamadas mientras recorro la casa, encendiendo velas y preparando la cena. A eso de las 7 p.m., mi esposo y yo nos hundimos en los cojines del sofá, con los platos en la mano, para ver una película o escuchar música. Nada extravagante, solo comodidad y romanticismo.
Nuestros seres queridos nos han dicho: “Esperen a estar juntos siete años” o “Esto es solo la fase de luna de miel. Se van a hartar el uno del otro”.
Puede ser, pero hasta ahora parece que vamos en la dirección contraria.
Este es su primer matrimonio y mi tercero. Minutos antes de nuestra lluviosa boda en el juzgado, mi futura suegra dijo: “Él será tu último amor y tú serás su único amor”.
Si me hubieran preguntado hace cinco años si volvería a salir con alguien, habría dicho: “Ni en un millón de años”. Era una mujer de mediana edad en trámites de divorcio, que dormía en la sala hasta que mi entonces marido se mudó. Nuestra separación no fue precisamente amistosa, pero tampoco fue una guerra. Creo que los dos sabíamos que se había acabado.
Acordamos que podía llevarse casi todo, excepto algunos muebles: el sofá, la mesa de centro y el tapete de yoga. De todos modos, él había comprado casi todo, así que me pareció justo que se lo quedara. Cuando se fue, sentí que mi vida estaba libre de cargas y quería que siguiera así.