En una de nuestras peleas del último año, le pregunté a mi madre si creía que el internet la había empoderado para dejar a mi padre.
Parecía confundida, y luego respondió con su frase enigmática favorita: “No lo sé”.
Cuando llegamos al recinto, me retoqué el maquillaje en un vestidor mientras mi madre y mi hermana revoloteaban a mi alrededor. Este era el momento en que todo iba a salir bien… o no. Pero ninguno de los escenarios desastrosos que había temido ocupaba mi mente, ni siquiera podía recordarlos. Había trabajado para llegar hasta aquí, y ahora me estaba dejando llevar.
Cuando mi madre me preguntó cómo estaba, le dije: “Muy bien”.
Más tarde, caminé hacia el altar aturdida de felicidad y lloré al decir mis votos. La velada estuvo llena de momentos íntimos, no solo con amigos y familiares, sino también con mi marido, que esa noche iluminó mi mundo como lo había hecho durante los seis años anteriores.
Durante toda la velada me sentí feliz, mis sentimientos eran sencillos y puros. Mi madre y yo no habíamos pasado por un proceso mágico de curación durante la planeación de la boda, como yo esperaba, pero me sentía completamente bien. Por fin, el concepto un tanto fastidioso de que este era “mi día” se sintió real.
Y me di cuenta de que, a pesar de nuestras diferencias, mi madre y yo nos parecíamos en esta experiencia. Porque, casi 18 meses antes, sin fanfarrias ni celebraciones, también había llegado su día. Debió haber tenido un millón de sentimientos y temores mientras consideraba si debía dejar a mi padre, pero cuando llegó el momento, supo que estaba bien y que era lo correcto. Había trabajado en nuestra familia toda su vida y, para ella, dejarla no equivalía a rendirse, sino al comienzo de una nueva etapa.
Vi a mi madre girar en la pista de baile, más feliz de lo que la había visto en años, quizás más libre de lo que jamás la había visto. Y aunque yo estaba entrando a mi matrimonio mientras ella salía del suyo, sentí que nuestra alegría provenía de un lugar similar: de estar en el lugar correcto, en el momento adecuado, seguras de nosotras mismas.
Todo eso se parecía un poco al perdón, a seguir adelante. También sentí que volvía a ser adulta, separando mi felicidad de la complicada red de relaciones de mi familia. No era el momento adecuado para apartar a mi madre y tener una conversación al respecto. La banda estaba tocando a todo volumen, el pastel estaba a punto de cortarse y yo ponía mi atención en todo lo que podía. Pero hay más de una forma de compartir los sentimientos e incluso con mi madre lejos de mi vista, sentí que al fin estábamos en perfecta sintonía.
Katy Gathright es escritora en Washington D. C.