Encontrarse en ese estado de ánimo, en un terreno igualmente inestable, puede ser aterrador y mágico, propicio para el desastre y el éxtasis en partes iguales. Creo que ese es el espacio mental en el que uno es más susceptible de unirse a una secta.
Cerca de esa época, mi terapeuta me asignó una tarea, un libro con un título vergonzoso: Boundary Boss (jefe de los límites). Lo reservé en la biblioteca y me sentí aliviada al saber que habría que esperar seis semanas, lo que me daría mucho tiempo para deleitarme con la imprudencia romántica.
A medida que el verano se convertía en otoño, Jamie y yo pasamos de salir a ser amigos con derechos, a resolver juntos el crucigrama del domingo y a bromear sobre la posibilidad de tener gemelos. Boundary Boss seguía en espera en la biblioteca, y tener un nuevo amor se sentía como el mejor antidepresivo del mundo.
Cerca de Jamie, sentí que me expandía de formas imprevistas. Las palabras que había utilizado para describirme durante años —cínica, cautelosa, poco divertida— ya no parecían corresponder a la persona en la que me estaba convirtiendo. La alegría, la compasión y la creatividad se volvieron mucho más interesantes para mí. En lugar de matar a los bichos del alféizar de mi ventana, empecé a atraparlos bajo tazas y a sacarlos al exterior. Empecé a vestir con más colores y a escribir mala poesía.
Esta etapa fue como descubrir una nueva habitación en la casa de mi infancia: abrir la puerta de una patada y limpiar el polvo, encontrar estanterías empotradas y ventanales. La habitación había estado allí todo el tiempo; Jamie solo había resultado tener una copia de la llave.
Luego, en noviembre, ocurrieron dos cosas importantes: Jamie volvió con su ex, y Jamie tuvo chinches.
Rápidamente caí en un pozo de ansiosa desesperación. Leí las primeras 37 páginas de La broma infinita, busqué departamentos en alquiler en Noruega y aprendí que el desamor se niega a ser discutido en otro lenguaje que no sea el del cliché extremo. De manera exasperante, no me enfadé con él. Sin embargo, sí creí que merecía un castigo.