Un lúgubre día de noviembre estaba sentada en DK Donuts, en Boise, Idaho, hablando por teléfono con mi terapeuta en Londres, donde estaba mi marido, y donde yo también debería haber estado, si no me hubiera enamorado de otro hombre y volcado nuestro mundo.
Fue una traición espectacular. Hacía años que estaba unida a la mujer de David, como él lo había estado a mi marido. Compartíamos largos almuerzos dominicales, comidas en vacaciones, teníamos cinco décadas de matrimonio entre todos y cinco hijos. Aunque siempre hubo una atracción ligera entre David y yo, nunca hablamos de ello.
Sin embargo, en los meses que transcurrieron entre la mudanza por trabajo de mi marido a Londres y el final del curso escolar en Idaho, cuando yo planeaba reunirme con él y nuestros hijos adolescentes, David y yo cruzamos una línea. Nos encontramos en un viejo bar del oeste una noche después de una recaudación de fondos. Tocó una banda, bailamos demasiado cerca y dijimos cosas de las que no pudimos retractarnos, aunque lo intentamos al día siguiente, y seguimos intentándolo, hasta que la atracción fue demasiado grande.
De la primavera al verano, debatimos si contárselo a nuestros cónyuges, el daño que les causaríamos al dejarlos, la felicidad que podríamos perdernos si no lo hacíamos. A pesar de las frivolidades de mi marido, él y yo compartíamos una rica conexión intelectual, una gran vida. Nuestros hijos se sentían seguros. Los de David habían crecido, pero apenas eran adultos. Habíamos hecho concesiones en nuestros matrimonios, negado partes de nosotros mismos, a menudo nos sentíamos solos, pero ¿quién no? ¿No éramos lo suficientemente felices?
Nos esforzábamos muchísimo por pensar. Pero la razón no podía con nuestro frenético deseo visceral.
Poco después de que los niños y yo nos mudáramos a Londres, mi marido me preguntó una mañana, sin rodeos, si había alguien más en mi vida. Lo había engañado durante cuatro meses y ya no podía más. David se lo contó a su mujer ese mismo día.
Ese fue el día en que conocí a mi terapeuta.
Caminé hasta su despacho a través de pulcros barrios eduardianos orlados de color otoñal, intentando no desmoronarme. Me abrió la puerta un hombre alto y elegante, con el cabello plateado, un firme apretón de manos y amables ojos marrones. Me ofreció asiento en una esquina rodeada de árboles en el jardín, un lugar donde podía respirar.
Temblorosa, le conté la historia, intentando ser justa con lo que mi marido debía estar pasando.
“Usted tiene la misma responsabilidad que él en el fracaso de su matrimonio”, dijo. “Esto no lo cambia”.
Me sorprendió su claridad cuando yo no la tenía en absoluto.
Semana tras semana me escuchaba. Le dije que David y yo queríamos estar juntos, pero que no veía la manera de hacerlo sin causar un dolor inimaginable. La tormenta que habíamos intentado anticipar era una tempestad. Era posible que nuestros cónyuges nunca nos perdonaran; no sabíamos si nos perdonaríamos a nosotros mismos. Yo no quería volver a mi matrimonio, pero no sabía cómo dejarlo.
Mi marido me suplicó, me engatusó. Insinuó que mi vida se reduciría al tamaño de una estampilla de correos y entonces sabría el terrible error que había cometido. Cuando él se mostraba triste y razonable, yo me sentía peor, pues su dolor era casi insoportable.
Mi terapeuta me dijo que, cuando me preguntaba qué pensaba, a menudo le decía lo que pensaba mi marido. La gente que nos conocía había empezado a opinar: yo era una mala esposa y madre, había arruinado a un buen hombre. Quería que confiara en mi propia voz, no en la de ellos.
Le dije que sabía que por mi cerebro corría dopamina, pero que con David había encontrado una manera de amar que reconocía como amor. Estar con él me devolvía parte de mi esencia como ser humano.
“¿Oyes lo lúcida que estás cuando dices eso?”, me dijo.
Me aconsejó que se lo contara a mis hijos, a pesar de lo aterrorizada que estaba. Mi hijo se había marchado de Londres para cursar su primer año en El Cairo, donde la Primavera Árabe estaba en pleno apogeo. Tuve que decírselo por Skype. No me habló durante casi un año.
Mis dos hijas estaban paralizadas, conmocionadas, y se distanciaron.
Si las perdía, no sabía si aguantaría.
Mi terapeuta me dijo que necesitaba tiempo; había mucho que descubrir sobre mí en este nuevo lugar. Ser fiel a mí misma podría ayudarlos a entender.
Iba y venía entre Londres y Boise, intentando aceptar lo que había hecho. Mi terapeuta seguía escuchándome, estuviera donde estuviera. Cuanto más hablaba, más claras se volvían mis ideas. Finalmente, acepté abandonar la casa de Londres para siempre cuando mi marido prometió traer a nuestras hijas a casa después de Navidad.
En Boise, incluso los conocidos tomaron partido, me insultaron, apartaron la mirada en el supermercado, cruzaron la calle para evitarme. Viejos amigos me abandonaron sin mediar palabra. En todas partes me sentía como en el exilio.
Le dije a mi terapeuta que la pequeña mesa de DK Donuts me parecía la estampilla de correos que mi marido había predicho. “Mi mejor amiga dice que soy una Hester Prynne mejorada y posmoderna”, le dije, “a quien más le valdría empezar a bordar su propia letra A color escarlata”.
Casi pude oírlo sonreír.
“Defiéndete”, dijo. “Ella tiene razón. No dejes que te castiguen por elegir la felicidad”.
Con su apoyo suave pero firme, empecé a reclamar mi poder. A pesar del miedo y la culpa, a veces sentía una sensación de posibilidad expansiva, la exquisita belleza de ser humana. Atemorizada como estaba, dar marcha atrás me parecía una cobardía. Como si no fuese lo suficientemente valiente para volver a imaginar mi propia vida.
Acordamos que ya no tenía sentido que él me aconsejara, estando a un océano de distancia. Necesitaba encontrar a alguien en casa.
Volé una última vez a Londres antes de Navidad con la esperanza de que mis hijas me vieran. Renté una habitación en una casa cercana, me entretuve en las cafeterías y esperé. Sola, deambulé por el bazar navideño del Barbican, sintiendo sus ángulos brutalistas, la alienación de mi antigua vida.
Pero supe que lo superaría.
Y, de repente, mi terapeuta y yo estábamos teniendo nuestra última sesión.
Justo antes de que acabara la hora, me dijo: “Para terminar, quizá podrías contarme qué ha sido esta experiencia para ti”.
No estaba preparada para la pregunta, pero para entonces ya tenía mucha fe. Le dije que, cuando sentía que desaparecía, él me veía. Cuando le dije lo que era verdad para mí, él me creyó. “No podría haber superado esto sin ti”.
Miró por la ventana y juntó las manos bajo la barbilla. Luego me miró. “Sé que esto no es habitual, pero me gustaría contarte lo que esta experiencia ha sido para mí”, respondió.
Sabía que me estaba pidiendo permiso. Sin tener ni idea de lo que iba a decir, asentí.
“Soy hijo de una aventura que tuvo mi madre con un hombre al que amaba y por el que dejó a su marido”, relató. “Tuvo tres hijos, pero nunca volvió a verlos. Viví con su dolor y su culpa toda mi vida. Nunca se perdonó”.
Sentí que se me hundía el pecho. Nada podría haberme preparado.
“Me he esforzado mucho por ser tu defensor. Quiero que tengas la felicidad que te mereces”, dijo con una sonrisa melancólica. “Pero todo el tiempo que hemos estado en terapia por esto, yo he estado en terapia por ti”.
Yo también miré por la ventana, intentando asimilarlo.
Mi historia había reavivado el dolor que llevaba consigo, la tragedia de su madre que había elegido su propia felicidad y había sufrido por eso el resto de su vida. Pero en vez de alejarse, se había quedado conmigo. Lo había utilizado para crecer como ser humano, lo mismo que me había animado a hacer.
Compartir su historia me pareció un acto de profunda compasión y generosidad. Él sabía que yo podía integrarla, como parte de mi experiencia más amplia.
La historia de las mujeres no tiene por qué repetirse. Podemos reescribirla, y debemos hacerlo.
Él creía en mi autonomía, en que solo yo podía saber lo que me haría feliz, quién quería ser y con quién. Mi terapeuta tenía la esperanza de que mis hijos llegaran a verme más completa y más capaz de cuidarlos, y así lo han hecho. Él aceptó mi visión de una relación afectuosa e igualitaria con David, que seguimos teniendo hoy, doce años después. Me confió mi propia vida.
Quizá, en el tiempo que pasamos juntos, también hablaba con su madre. A todas las madres, a todas las esposas, a todas las mujeres, a través del tiempo. Pero, sobre todo, me hablaba a mí.
Me alejé hacia el invernal Londres, insegura del futuro, pero no del camino. Con su ayuda, había encontrado mi camino.
Samantha Silva es escritora, su novela más reciente es Love and Fury.