Tenía el perfil más hermoso. No me refiero a su perfil de citas, que es como conectamos. Me refiero a su cara vista de lado. Sus rasgos estaban llenos de carácter, desde el pelo castaño largo hasta la nariz de punta plana, los labios voluptuosos y la barbilla fuerte y redondeada. Y era inteligente: daba respuestas graciosas a las migajas de conversación que yo le lanzaba.
Ella tenía 36 años; yo, 43. Acababa de llegar a Los Ángeles. Yo ya llevaba aquí cuatro años. Ella acababa de terminar una relación de siete años. Yo nunca había estado en una relación tan larga.
Nuestro rápido intercambio de mensajes terminó con el acuerdo de tomarnos una copa el jueves siguiente a última hora de la tarde en Venice. Cuando llegó, se mostraba sorprendentemente reservada, lo que me puso un poco nervioso y me volvió más divertido. Creo que yo no era lo que ella esperaba. Vi una foto de su ex en Instagram. Era guapo y se veía bien arreglado; su cabello parecía el de un veinteañero.
Ella pidió un vino naranja. Yo tomé un cóctel de ginebra. La hice reír. Me tocó el brazo. Pidió otro vino naranja. Tomé otro cóctel de ginebra. Ya no estaba nervioso. Le pregunté si quería cenar. Me dijo que sí.
Supongo que ese fue el momento en que todo comenzó para mí. El punto de no retorno emocional. Caminamos por la avenida Rose hasta un restaurante llamado Wallflower. Me tomó del brazo.
Nos sentamos en la barra y, después de un rato, me di cuenta de que mi mano estaba en la suya. En algún momento entre plato y plato la besé en la mejilla. Hablamos de los lenguajes del amor. Le toqué la pierna. Salimos y nos besamos mientras esperábamos su auto. Por un momento nos miramos y reconocimos algo sobre el “potencial”.
Le dije que me mandara un mensaje cuando estuviera a salvo en casa. Nunca se me ocurre decir eso.
Respondí a su mensaje diciéndole que me hacía ilusión volver a verla. Ella respondió: “A mí también. Besitos”.
No nos vimos en las siguientes tres semanas. Ella estaba de viaje por trabajo. Pensaba en ella constantemente.
La gente dice que tenemos demasiadas opciones y que ese es el problema con las citas en la actualidad. Pero no es así. Cuando conoces a alguien especial, te parece que la idea de tener una cita con cualquier otra persona no tiene ningún sentido, que es una tarea insoportable.
Fue entonces cuando la aceituna cayó del árbol.
Había comprado el olivo unos meses antes en Ojai. Medía poco más de medio metro y actualmente sigue midiendo lo mismo. Ese árbol no fue mi primera opción. Cuando llevé el que elegí primero al mostrador, el hombre me dijo: “¿No preferiría uno que le diera frutos? No son tan bonitos, pero son más divertidos”.
Así que me decidí por otro árbol de aspecto más descuidado, cubierto de diminutas flores blancas y amarillas. Lo planté en una vieja maceta de terracota y lo puse sobre una silla, como si fuera un invitado en mi jardín.
Nunca antes había tenido un jardín propio. Después de mi última relación, me cambié de departamento y creé un exuberante oasis verde en lo que era un pasillo de cemento sin vida. Me dio algo en qué concentrarme.
Hice algunos bancos, planté enredaderas en flor y un par de cactáceas. Me sentí bien alimentando nueva vida. Un colibrí me visitaba. Revoloteaban mariposas entre las sombras. Sentarme allí con mi café matutino y mi gin-tonic vespertino era para mí una experiencia espiritual.
Todos los días inspeccionaba mi árbol en busca de aceitunas. Floreció, luego cayeron las flores y después nada. Hasta finales de abril, cuando vi un pequeño grano verde en un tallo.
Durante las semanas siguientes, observé cómo crecía la aceituna y esperaba encontrar más. Cuando no apareció ninguna otra, empecé a preocuparme de que mi precioso olivo se fuera a caer por la noche o se lo fuera a comer una plaga. Me sentía protector, como si fuera una mascota.
En agosto, la aceituna había crecido hasta alcanzar el tamaño de una uña. Me imaginé haciendo una fiesta cuando llegara el momento de recogerla. Vendrían amigos y la encurtiríamos.
Fue en septiembre cuando la aceituna cambió de color, más o menos cuando ella y yo hicimos match. Pasó del verde al marrón y al negro; su piel lisa se arrugó y se hizo más pequeña.
Cuando por fin cayó la aceituna, supe exactamente para qué era y por qué existía. La metí en un frasquito con tapa de metal y, por alguna razón, la guardé en el congelador.
Ella volvió un sábado y quedamos en vernos el jueves siguiente. Cuando la recogí, llevaba la aceituna en el auto. Fuimos a la inauguración de una galería en Melrose. Esta vez no hubo inicio incómodo. No estuvimos tratando de conocernos.
Bromeamos sobre el arte. Un fotógrafo que documentaba la velada no paraba de tomarnos fotografías. Parecía que nos estaban inmortalizando, que ese momento se estaba conservando por alguna razón.
Salimos de la galería y nos dirigimos a un restaurante. Mi brazo rodeaba sus hombros. El suyo estaba alrededor de mi cintura. Mientras esperábamos para cruzar la calle, la besé. Nos sentamos en la barra y pedimos vino y platos pequeños. Ni siquiera miré los precios. Pagaría lo que fuera por mantener su atención, por contemplar su perfil.
No podía dejar de acariciar sus piernas desnudas, y una vez más mi mano encontró el camino hacia la suya. Hablamos de todo: de su cerámica, de mi carpintería, de corazones rotos, de la situación del país. Me parecía que nunca había habido un momento más perfecto para que dos vidas se cruzaran. Quería memorizar cada parte de su pasado, para así conocer con más rapidez toda su vida.
Cuando la llevé a casa, me dijo que iba a congelar sus óvulos. Me dijo que las inyecciones podrían afectar su estado de ánimo en las próximas semanas. Me reconfortó su franqueza, como si me estuviera preparando para el futuro, y no pude evitar imaginar que quizás algún día podríamos hacer algo con uno de esos óvulos.
Tomé el frasquito de cristal del cenicero y se lo puse en la mano. Me preguntó en broma si era mi esperma (advertí que era graciosa). Le conté la historia de mi primera y única aceituna, y le dije que quería que la tuviera. Me dijo que era el regalo más bonito que había recibido en la vida.
Por un segundo pensé que ella iba a llorar.
La acompañé hasta la puerta. Me dijo que tenía una amiga que se estaba quedando con ella el fin de semana. Quedamos en que trataríamos de vernos la semana siguiente. Nos besamos en su entrada. Recuerdo que por un momento le olí el cuello. Solo quería conservar un rastro de ella en su ausencia. Nunca hago ese tipo de cosas. Tal vez fue un poco raro.
Me pidió que le enviara un mensaje cuando llegara a casa. Le envié un mensaje antes de llegar a casa. No quería que pensara que vivíamos demasiado lejos.
Al día siguiente le envié algunas recomendaciones de sitios a los que ir con su amiga. Le encantaron todos. El lunes por la noche le pregunté cómo había estado su fin de semana. Me dijo que había sido estupendo. Me preguntó por el mío. Le dije que había sido mejor de lo que en realidad había sido. Le pregunté qué haría en la semana, si estaba libre el viernes.
Me senté mientras escribía el mensaje. En cierto modo, me pareció un mensaje que cambiaría mi vida.
Al día siguiente, a la hora de comer, empecé a tener la sensación de que había cortado toda comunicación conmigo. Quizá su amiga era algo más que una amiga. Tal vez habían pasado una velada romántica en los restaurantes que les recomendé y mi excelente gusto había contribuido a cimentar su amor.
Hice un seguimiento el miércoles por la noche. Para cerrar el ciclo. Tardó 84 minutos en responder.
Yo era increíble. Yo era maravilloso. Se la había pasado muy bien conmigo, pero…
Le di las gracias por recordarme lo que es ilusionarse por alguien. Me preguntó si podíamos ser amigos. Le dije que eso no funcionaría.
No pude dormir esa noche. La idea de que ella tuviera mi aceituna no dejaba de incomodarme, como el guisante bajo el colchón de la princesa.
A la mañana siguiente, le envié un mensaje. Necesitaba decirlo.
“Hola”, escribí. “Una última petición. Esa maldita aceituna, si no lo has hecho ya, ¿podrías tirarla a la basura? Extrañamente significaba algo para mí y fue un error de cálculo dártela tan pronto. No quiero que me la devuelvas. Preferiría que no existiera”.
Terminé el mensaje con un comentario ligero. No quería sonar dramático.
Ella no contestó. Por supuesto que no contestó.
Me pregunto si hizo lo que le pedí.
Quizás espero que lo haya hecho.
Quizás espero que no lo haya hecho.
Henry Carroll es escritor en Los Ángeles. Su libro más reciente es Land: Photographs That Make You Think.