Una mañana cualquiera, Susan Glass puede sentarse en el patio de su complejo de apartamentos en Saratoga, California, e identificar de oído hasta 15 especies distintas de aves: un arrendajo de Steller, un pájaro carpintero, un herrerillo unicolor.
Para ella, la observación de aves es más que un pasatiempo. “Las aves son mi vista”, afirmó Glass, poeta y profesora de inglés en el West Valley Community College quien es ciega de nacimiento. “Cuando me hospedo en un hotel de Pittsburgh, puede que me acuerde más de la paloma bravía y el pinzón casero del estacionamiento que de la arquitectura”.
Glass, de 67 años, era niña cuando se fijó por primera vez en los pájaros que trinaban frente a la casa de su familia en la costa del lago Erie, en Míchigan. “Mi madre me dijo que era una golondrina llamada martín pescador”, dijo. “Prestaba atención a dónde volaban, y realmente podía empezar a oír las dimensiones de nuestra pequeña cabaña, el porche con mosquitero, el patio delantero”.
Desde entonces, Glass cartografía su entorno ayudada con el canto de los pájaros.
La observación de aves recibió un impulso significativo con la pandemia: como había tantas personas haciendo menos cosas, sintonizaron más con los sonidos de la naturaleza; y con los confinamientos se redujo la contaminación acústica, lo que hizo que los cantos de los pájaros fueran aún más pronunciados.
Sarah Courchesne, ornitóloga del programa Massachusetts Audubon en Newburyport, atribuye el creciente interés por la observación de aves en parte al hecho de que es una forma de acercarse a la naturaleza para personas de todas las capacidades, ya sea con la vista, con el oído o con ambos.