“Si vuelves a hacerlo, no vuelvas a meter la pata”, me dijo mi madre cuando le hablé de él. La vergüenza de estar divorciada —de haber declarado una vez que mi matrimonio era un fracaso— se había arraigado profundamente en mí de una manera que no había reconocido del todo. Por eso, cuando Mahmoud me propuso matrimonio, lo rechacé. Había pensado que el divorcio me liberaría de un matrimonio en decadencia, y así fue, pero también hizo metástasis en un estigma interiorizado que me impedía permitir que floreciera una nueva relación.
Al describir su decisión de casarse, la gente suele decir: “Cuando lo sabes, lo sabes” o “Sigue tu instinto”. Yo no era una de esas personas; no lo sabía, y mi instinto me inquietaba de cualquier manera. Si no me volvía a casar, no tendría que volver a divorciarme; pero si no lo hacía, perdería a la persona a la que había llegado a amar.
A pesar de mi negativa, Mahmoud se arriesgó y se quedó. Y yo me arriesgué y acabé diciendo que sí. Este verano, tres años después de casarnos, los dos y nuestra hija visitamos el campus de mi antigua facultad de medicina. En un momento dado, pasamos por delante de mi antiguo departamento, donde había vivido durante mi primer matrimonio. Mahmoud frenó el auto y me preguntó si quería echar un vistazo. Cuando dudé, me aseguró que no tendría problema en esperar el tiempo que necesitara.
Me bajé y miré hacia el balcón del quinto piso de mi antiguo departamento, recordando que carecía de profundidad suficiente para sentarme cómodamente en él. Cuando elegí mi propio departamento después del divorcio, me aseguré de que tuviera un bonito balcón. Después de mudarme, coloqué una mecedora y una mesita y me sentaba allí casi todas las tardes, disfrutando de la paz que tanto me había costado conseguir.
Cuando volví al auto después de unos minutos, Mahmoud me dijo: “¿No quieres quedarte más tiempo?”.
“No”, le dije. “Ya estuve aquí bastante”.
Samaiya Mushtaq es psiquiatra en Dallas.