Mis palabras exactas para él en nuestra primera cita fueron: “No busco integrar a nadie en mi vida. Busco escapar de mi vida”.
Nos conocimos en un restaurante italiano durante una cálida noche de agosto, en el segundo aniversario de la muerte de mi marido. Habíamos conectado en una aplicación de citas, donde destacaban sus mensajes ingeniosos y cerebrales, así como su foto de perfil en la que aparecía leyendo una revista New Yorker en un sofá bañado por la luz del sol.
Ese mismo día me había ido de excursión con mis hijos a un parque cercano, donde mi hija encontró una bolsa de tesoros que alguien había escondido en el sendero para que la descubrieran. Entre las calcomanías, los origamis, los paquetes de semillas y las pinturas había una piedra plana con las palabras “Sigue tus sueños” pintadas con los colores del arcoíris.
Qué oportuno, pensé. Hacía poco que había empezado a creer en las señales de un universo benévolo. Aquellos tesoros, el significado del aniversario y mi primera cita con este nuevo hombre parecían coincidir de algún modo.
Para nuestra cena, me puse uno de mis vestidos ajustados favoritos y me pinté los labios de rojo. Me sentía bien con algo que no fuera mi uniforme de madre con leggins y el cabello sin lavar. Más tarde me contaría que aquella noche, al verme delante de él, se quedó sin aliento.
Era médico de atención primaria, recién divorciado tras un largo matrimonio. Su hijo estaba en su primer año de universidad y su hija adolescente vivía con él en un nuevo departamento de soltero. Tenía una sonrisa pícara y melancólica a partes iguales y una voz masculina llena de matices y humor. Me tranquilizaba estar en su presencia.