Algunas mañanas pueden parecer excepcionalmente hermosas sin razón aparente. Una mañana de hace muchos años, 18 meses después de que mi mujer y yo nos mudáramos a Nueva York desde Daca, Bangladés, mi corazón se sentía tranquilo. El sol brillaba con fuerza, disipando la penumbra que había nublado el cielo durante días. Quizá me sentía bien por eso.
Desde la cama, me asomé por la ventana de nuestro departamento de Queens para ver los árboles del Captain Tilly Park y vi un pájaro posado en una rama, con las plumas alborotadas por el viento. Al cabo de unos instantes, se fue volando.
Aunque acostumbro madrugar, aquella mañana preferí quedarme en la cama un poco más. Mi mujer, Fancy, se levantó, quizá para ir al baño. Desde que nos casamos, cuando estábamos juntos en la cama, había una conexión invisible entre nosotros, aunque no nos tocáramos. Y cuando uno de los dos se levantaba de la cama, el otro lo percibía.
Cuando Fancy volvía, se metía en su sitio, muy despacio, como un gato. Normalmente, cuando iba al baño, no tardaba tanto, pero aquel día debía estar haciendo sus oraciones matutinas.
Con ella de nuevo a mi lado, me volví hacia ella, la tomé de la mano y le dije: “¡Ay, tienes frío!”.
Con la cara hundida en mi pecho, respondió: “¡Ah! Estás calientito”.
La tomé por la cintura con ambas manos y se excitó, su transformación fue instantánea. Ya lo había visto antes.