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Mi divorcio, aunque relativamente fácil y amable, me dejó destrozada, agotada y desconfiada. Durante los 12 años que duró nuestro matrimonio, me sentí como si hubiera estado interpretando el papel de una esposa y madre de la alta sociedad de Hollywood, y ya no sabía quién era en realidad.
La combinación de un padrastro dominante (que se preocupaba demasiado por la corrección) y mi experiencia como la única chica negra en todas las escuelas a las que asistía habían asfixiado mi verdadero yo; lo único que quería era encajar y ocultar cualquier cualidad que molestara a la gente. En mi matrimonio, le presenté a mi marido lo que imaginaba que era la versión más aceptable de mí, una que esperaba que no le resultara molesta ni decepcionante.
Sin embargo, fingir de esa manera me costó caro. Cuando pedí el divorcio, no solo había perdido la conexión conmigo misma, sino que también había desarrollado una desagradable adicción a los somníferos: pasé de tomar un Ambien por noche a tomarlos de manera constante, a menudo acompañados de alcohol. Tenía 43 años, era presidenta de la Asociación de Padres de Familia y madre de dos hijos. Expublicista, exaspirante a escritora y ahora exesposa. Cuando tomé la dolorosa decisión de someterme a tratamiento, invité a mi mejor amiga a casa para hablar de todo.
“El único punto positivo”, le dije después de llorar sobre su hombro, “es que por fin puedo dejar de fingir que soy alguien más”.
“¿Qué quieres decir?”, preguntó.
“Quiero decir que no se me dan las relaciones”, le dije. “Y he estado fingiendo que soy buena en ellas. Estar divorciada podría ser un alivio”.