Así es como acabé en aquella licorería, mirando las relucientes filas de botellas importadas de Chile y Sudáfrica. Mi situación era como la de estar en otro país extranjero, en cuyo territorio había tropezado, me había sentido estúpida y me había perdido.
Me imaginé la cena. ¿Se rodearían la cintura la una a la otra mientras acomodaban los platos traídos de la cocina? ¿Estarían frente a mí en fila, como si se tratara de una entrevista? ¿Sus novias se pintarían los labios, se reirían de mis chistes, servirían el postre? Me mirarían, como en mi pesadilla recurrente, lentamente y se volverían hacia Juhana, como si dijeran: “¿Ella?”.
Después, intentaría comprender lo que significaba todo aquello y lo que quería. Tal vez entendería lo que era realmente el amor, si significaba aferrarse o soltar.
Al principio de nuestra relación, Juhana se preguntaba si era poliamoroso en verdad. Tal vez la intensidad de sus sentimientos, su determinación, significaba algo. “Si fuera libre, ¿seríamos exclusivos?”, decía.
Jugó con esa idea durante semanas, expresando la esperanza de que un rayo de claridad lo impulsara en algún momento a tomar una decisión. Sin embargo, no se produjo ese milagro.
Juhana era religioso de maneras en que yo no lo era. Pensaba a menudo en cómo decía que a veces luchaba con su fe, pero que al final, todos los días día, tomaba la decisión de creer.
¿Por qué, me preguntaba, esa elección no era aplicable también al amor?
Al final, la cena no llegó a celebrarse. Se fijó una fecha provisional y se pospuso debido a un conflicto de horarios con su segunda pareja. La Navidad llegó y se fue. Rompí con Juhana y me bebí el vino que había comprado para la cena. Durazno blanco, albaricoque, Netflix, desamor.