Doug se ofreció a llevarme al muelle en bote, pero le dije que se volviera a dormir, que iría en la tabla de remo. El sol acababa de coronar las colinas del puerto y el agua era una sábana de cristal. Los pescadores se habían marchado antes del amanecer y aún no habían llegado los turistas ni los bañistas, por lo que el puerto estaba tranquilo, aparte de las pequeñas olas que rompían en la arena y el chapoteo ocasional de algún pelícano. Até la tabla de remo y subí por la desvencijada escalera hasta el muelle, donde saqué mi celular y le envié un mensaje: “Lo siento”.
Seis meses después, nos dirigíamos al sur con viento en las velas, rumbo a México. Durante ocho semanas navegamos de Puerto San Luis a Puerto Vallarta y recorrimos casi 2254 kilómetros a una velocidad promedio de ocho kilómetros por hora.
En el camino, Doug me enseñó a calcular la velocidad del viento, a fijar el rumbo y a ajustar las velas. Me enseñó sobre los bosques de algas, la oscilación Madden-Julian y los patrones migratorios de las ballenas. Me enseñó a bucear en busca de vieiras, a cargar un fusil de pesca submarina, y a limpiar y filetear un pescado cuando por fin atrapé a uno. Me hizo saltar por la borda en medio del Pacífico, donde el agua tenía más de 600 metros de profundidad, para nadar con rayas.
Mientras avanzábamos lentamente hacia el sur, Doug me recordó por qué me había unido al movimiento ecologista. La conciencia ambiental que forma parte de su vida ha sido incitada por su asombro ante el mundo natural, un asombro tan puro que es casi infantil. Y, aunque la mía empezó así, con los años se había transformado en algo impulsado sobre todo por la rabia ante lo que estamos perdiendo.
Doug ama el océano y, a lo largo de nuestro viaje, me enseñó un millón de razones para hacerlo. Eso me hizo amarlo y querer salvarlo también. Las iniciativas que buscan preservar nuestro planeta suelen estar alimentadas por la indignación y el miedo, pero también pueden estarlo por la esperanza. La vida sencilla y alegre que Doug me presentó en el mar —impulsada por el viento, el sol y las corrientes oceánicas— me dio esperanza y me recordó que hay una mejor manera de luchar.
Alison Kaplan vive en Bishop, California, y es guarda de escalada en el Parque Nacional Yosemite.