Más que nada, Tom era diferente porque era alguien a quien yo misma había buscado y que, para mi sorpresa, me había correspondido. Era una aspiración, pero se había hecho realidad. Como quien gana la lotería, no sabía qué hacer con el premio.
“No tengo idea de por qué le gusto”, les repetía a mis amigas.
Aun así, él parecía haber levantado muros. A medida que pasaban las semanas, me parecía imposible acercarme a él y empecé a percibir los contornos sombríos de cierta incompatibilidad innegable. No podía relajarme a su lado. Quería ser perfecta, leerle la mente para poder ser quien él quería que fuera. Dudé en presentárselo a mis amigos. Algo no encajaba y eso me hacía querer encerrar nuestra relación en su propio universo, sin variables que la complicaran.
Apenas dormía, me levantaba todas las mañanas a tomar el teléfono para ver el mensaje que Tom me había escrito. La decepción cuando no me enviaba un mensaje me consumía. Le dije a una amiga que mi vida se había vuelto tan irreconociblemente llena de ansiedad que hasta tenía ganas de terminar con Tom solo para tener un poco de paz. Pero sabía que no iba a hacerlo: su magnetismo era tan fuerte que tenía que seguir adelante a como diera lugar.
Una vez, cuando llevaba varias horas sin contestarme, mi reloj inteligente me dijo que me relajara con ejercicios de respiración.
Le escribí a mi compañero de apartamento: “Si esto se acaba, no sobreviviré”.
Me contestó: “Aquí estaremos para ayudarte, tontita”.
Cuando Tom me envió un mensaje diciendo que se iría durante seis semanas en las vacaciones de invierno, lloré durante 10 minutos. Cuando se fue, ya no me llamaba tan seguido. En un viaje de dos horas en avión, repetí la misma canción y leí todos nuestros mensajes para convencerme de que aún le gustaba. En lugar de estudiar para mis exámenes finales, pinté una acuarela de su foto favorita del espacio, “Un punto azul pálido”, y se la envié por correo para su cumpleaños junto con un libro y tres paquetes de galletas Oreo (una vez me contó que podía comerse un paquete entero de una sentada).
Su mensaje de agradecimiento por los regalos fue amable pero desalentador, y no correspondía a mi entusiasmo al prepararlos.