También viajó conmigo, pálido y callado, y pulsando repetidamente el botón de llamada para preguntar cuánto durarían las turbulencias. Probó Xanax y Ambien. Nada funcionó, pero juró que su ansiedad por el vuelo no interferiría en futuras aventuras.
Estaba enamorada y feliz, pero las dudas se mantenían a fuego lento. Todavía fantaseaba de vez en cuando con un hombre que tomara café conmigo y leyera novelas en la cama en nuestros frecuentes viajes a India.
Cuando compartí eso con mi terapeuta, me dijo que “hiciera un funeral en honor a la muerte de la ilusión romántica”.
Una tarde de febrero, él y yo estábamos jugando Scrabble en el parque cuando metí la mano en la bolsa de fichas esperando la Q y saqué en su lugar un anillo. Lo dejé caer sobre el tablero como si me hubiera electrocutado. “¿Qué es eso?”.
“Es un anillo”, respondió.
“¿Qué hace aquí?”.
“¿Me harás el hombre más feliz del mundo?”, preguntó.
Han pasado ocho años desde que me tranquilicé y de alguna manera encontré la calma mental para deletrear “Sí” con fichas de Scrabble.
Mi marido sigue sin beber café, pero continúa preparándome sublimes tazas en prensa francesa, y de vez en cuando incluso me lleva una taza ligeramente salada a la cama. Todavía no le gustan las novelas, pero le ha leído fácilmente mil libros a nuestro hijo de 6 años, que comparte mi pasión por la literatura.
Y aunque no ha conquistado su miedo a volar, hemos desarrollado un sistema: tomamos vuelos directos, de día y con clima tranquilo y, si hay turbulencias, se toma dos vasos de vino tinto y se queda dormido. Todavía no hemos llegado a India, pero hemos estado en Italia, Túnez, Portugal, Francia, España y Marruecos. Incluso he llegado a apreciar, poco a poco, la tarta de calabaza. De alguna manera, la suya sabe mejor.