Quería esconderme. Con la cabeza calva y las mejillas cubiertas de saliva, no había tenido tiempo suficiente para calibrar mi tolerancia a ser vista por alguien que alguna vez quise que me encontrara guapa.
“Papá, este es mi amigo Kevin”, dije.
No intenté explicar nuestra historia a mi padre. El único recuerdo claro que tenía de nuestro romance era haberle preguntado: “¿Puedes decir, aunque sea, una cosa buena de mí?”. Y el silencio posterior.
Kevin vino al hospital todos los días a partir de entonces, a veces antes y después del trabajo, con golosinas y Gatorade azul, que yo bebía diluido con una taza llena de hielo picado del hospital. Aprendió a preparar ese cóctel sin que yo se lo pidiera, controlando el nivel del líquido azul de mi vaso y entrando en acción cuando quedaba menos de la mitad. Hablamos de su trabajo, de mi nuevo libro, de mis niveles de dolor, de su vida sentimental, de mis niveles de dolor, de mis náuseas, de mi cáncer, de mis niveles de dolor, de mis niveles de dolor.
Cuando la enfermera dijo que me iban a dar el alta —una posibilidad aterradora, dado que siempre tenía que volver corriendo días después—, se ausentó del trabajo para ayudarme a llegar a casa. En el Uber me dolía sentarme erguida, así que apoyé la cabeza en su regazo, una postura que se convirtió habitual en los siguientes viajes. Tenía el muslo rígido, casi tenso. Me rodeó con el brazo y nos ablandamos.
De vuelta en mi departamento, me dijo que no volviera sola al hospital, que debía llamarlo primero, incluso en mitad de la noche. Siendo soltera en una sociedad patológicamente orientada hacia el amor romántico, y con mi familia fuera del estado, no sentía que tuviera una persona a la que pudiera llamar a las 4:17 a. m. para que me llevara a urgencias si las cosas se ponían feas, una persona cuyo trabajo fuera cuidar de mí, aunque tuviera muchos amigos maravillosos que me apoyan y me quieren.