En abril, publiqué un ensayo en Madison Magazine sobre un encuentro en el que le pregunté a mi cita, que tenía mi edad, 62 años, cómo le iba con las citas por internet. Me dijo a la cara, con una sonrisa abierta, que para alguien con tanto éxito y tan en forma (como al parecer se veía a sí mismo), le sorprendía no estar saliendo con mujeres más jóvenes.
Sin decir una palabra, me levanté, le sonreí y me fui. Más tarde, por supuesto, me di cuenta de que había muchas cosas que me hubiera gustado decir. Lo que más me apetecía era señalarlo con el dedo y tacharlo de prejuicioso despiadado. Lo cual al final hice escribiendo ese ensayo.
Después de publicarlo, me enteré de que la gente en las redes sociales tenía sentimientos encontrados sobre el amor y las citas a partir de cierta edad. Fue emocionante sentir que había descubierto algo, un momento de la cultura, pero también fue decepcionante ver cuántas de las reacciones eran de gente preocupada porque yo no había encontrado a mi persona. Había un tono de ojos tristes y cabeza inclinada hacia un lado que decía: “¡No pierdas la esperanza!”, como si estuviera luchando contra una enfermedad llamada soltería en lugar de contra un desdén cultural por las mujeres de más de 40 años.
Un lector sugirió que mi “selector” estaba estropeado y me recordó que no puedo tenerlo todo en una sola persona. Otro me dijo que encontraría a mi pareja en cuanto dejara de buscar.
“Tu alma gemela está ahí fuera”, escribió una mujer. “Simplemente lo sé”.
¿No se daban cuenta de que me quejaba de la discriminación sexista por motivos de edad, no porque no tuviera pareja?
Mientras mi teléfono sonaba fuerte y a menudo con mensajes de amigos y desconocidos mientras yo intentaba seguir el ritmo de los comentarios y las interacciones, mi viejo amigo Jim, carpintero, estaba en mi casa construyendo un armario destinado a una generación de personas que solo tenían dos camisas. De vez en cuando, me llamaba y yo subía corriendo para ayudarlo a equilibrar una estantería mientras él la aseguraba en su sitio.