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Volaba de Boston, la ciudad donde crecí, de vuelta a Míchigan, a donde me había mudado cinco años antes para vivir con mi novio, Steve. En cierto momento pasó una azafata ofreciendo pretzels. Cuando extendí la mano izquierda para tomar un paquete, ella no pudo evitar tomarla con la suya y comentar: “Qué anillo tan hermoso. ¿Estás comprometida?”.
“Sí”, respondí. Eso era más fácil que dar explicaciones.
Sentí alivio de que no hiciera más preguntas, como cuándo me iba a casar. La respuesta habría tenido que ser “nunca”, pues mi prometido, Steve, había muerto. Él ni siquiera había sido mi prometido, no en realidad.
Conocí a Steve en el estado de Nueva York, donde ambos teníamos empleos pasajeros; él como electricista, estaba ahí por un trabajo sindicalizado, y yo en el bar Hitching Post del área de Wappingers Falls, algo temporal que estaba haciendo después de la universidad para ahorrar dinero e irme a Europa de mochilera.
Steve y yo nos enganchamos en el Hitching Post. Él era alto y larguirucho, musculoso por estar todo el día tirando de cables en obras de construcción industrial. Con su mata de rizos rubios y sus serenos ojos azules, era tan guapo que llamaba la atención. Cuando paseábamos en público, era él quien atraía las miradas como un imán.
Mi experiencia con Steve fue lo más cerca que había estado del amor a primera vista. A partir de nuestra primera cita, comenzamos a pasar todos los días juntos, quizá porque sabíamos que nuestro romance tenía fecha de caducidad. Yo tenía mi viaje a Europa ese verano; él, cuando terminara su contrato, volvería a Míchigan para ultimar su divorcio. Por 11 países europeos llevé su camiseta de algodón a rayas dentro de mi atiborrada mochila, y cada día hundía mi rostro en ella para evocar su presencia.