
“¿Bromeas? Es tan yo”.
“Lo siento”.
Me encogí de hombros. “No tengo problemas con eso”, dije, porque pensé que eso es lo que pensaría un narcisista. Creo que a ella también le pareció bien, porque pronto decidimos tener un hijo, incluso juntos. Pasamos año y medio intentando concebir, primero por diversión con la ayuda del vino, luego como trabajo con la ayuda de aplicaciones de fertilidad, y finalmente como masoquismo financiero con la ayuda de clínicas donde a Julia le extraían óvulos, la examinaban, sometían a biopsias y drogaban mientras yo me masturbaba de vez en cuando dentro de un clóset grande.
El complejo industrial de la fertilidad —cavernoso, interminable, deshumanizador— hizo que nuestras mentes distintas divergieran aún más. La de Julia, como era su tendencia, se apretó las tuercas. Se convenció de que nunca funcionaría, de que su cuerpo no tenía remedio. Perdió cosas pequeñas (el sueño, la esperanza, la capacidad de experimentar alegría) y luego una grande (la paciencia para escucharme hablar de todas las grandes metáforas que había logrado escribir ese día) y se obsesionó con investigar la ciencia de la fertilidad, en busca de su propia cura.
Los narcisistas necesitan control, o al menos la ilusión de control, pero la infertilidad no me dio nada; es un tortuoso limbo biológico en el cual, si tienes dinero, la ciencia seguirá vendiéndote esperanza. Siempre he dado por hecho que la realidad será lo que yo quiero que sea y por eso le ofrecí poco a mi novia, solo frases trilladas de que todo iría bien. Cuando no iba bien, me escondía en mi trabajo, si se puede llamar trabajo a lo que hago durante todo el día.
“¿Qué opinas de la terapia?”, preguntó en el metro de regreso de una de nuestras incontables citas en la clínica de fertilidad.
“Siempre he pensado que sería bueno en eso”, le dije. “Pero no tengo la paciencia”.
“Me refiero a que vayamos nosotros”, agregó.